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Cocaína, crack y frenesí de la explotación
L

os reportes global de cocaína (2023) y de drogas en general (2022) publicados por la Oficina de Naciones Unidas para las Drogas y el Crimen (Unodc) muestran que el cannabis es la principal droga utilizada (209 millones de usuarios), seguida por los opioides (61 millones), anfetaminas (34 millones), cocaína (21 millones) y éxtasis (20 millones). Mientras se ha duplicado al doble el uso de los opioides, el de la cocaína aumenta de forma estable y constante. En 2020 se incautaron mil 400 toneladas y se produjeron 2 mil; este mercado se surte de 230 mil hectáreas de coca repartidas entre Bolivia, Perú y Colombia. Es el mercado agroexportador más rentable para miles de campesinos, y el gobierno de Estados Unidos financió y repotenció la guerra en Colombia para controlarlo.

Ahora en ese país hay una especial atención a lo que se conoce como la crisis cocalera, es decir, desde hace ocho meses aproximadamente no estaban comprando la pasta base, la materia prima para elaborar cocaína, lo cual tenía a las regiones productoras con hambre. Al parecer, ya esa tendencia empezó a cambiar, por lo menos en el sur colombiano. Mil especulaciones se hicieron al respecto, y sin ánimo de profundizar, es necesario advertir que aunque los titulares de los periódicos quieren llamar la atención augurando el fin de este mercado, dada la creciente –y bastante tardía– atención que está teniendo el fentanilo, no hay razones para creer en eso.

Mejor hay que profundizar en un cambio en el mercado del que sí hay más evidencias: en 2014 empezaron a crecer los cultivos de coca y la producción de cocaína, la disponibilidad de esta sustancia en las calles, pero a su vez las incautaciones. A pesar de que nos dicen que la oferta no ha sido proporcional al incremento de la producción por los decomisos, no estamos seguras de lo contrario; por ejemplo, de que la persecución a la producción sea un aliciente perverso que detone el aumento de la producción o que lo que tengamos enfrente sea un mercado endrogado que demande cada vez más insumos, más hectáreas de selva destruidas, más mano de obra explotada, para lograr suplir el mercado de 21 millones de usuarios. Esas preguntas aún no están resueltas. Ahora estamos siendo testigos de la perversidad de los tres picos históricos: cultivos, producción e incautaciones.

El mayor número de usuarios de cocaína está en Norte, Centro y Sudamérica, Europa central y occidental. A su vez, está aumentando el uso de crack en el segundo continente. Los usos tienen sus nichos, mientras se ven afinidades en la frecuencia de la utilización del cannabis y el éxtasis con la cocaína. Ésta compite con la metanfetamina y no hay todavía claridad de si lo hace o se complementa con la heroína; por lo pronto, es útil saber que en ocasiones contrarresta la sobredosis de opioides. Desde 2005, los precios de la cocaína han aumentado en Europa y Estados Unidos, y la alarma central es que los potenciales mercados (África, Asia, Europa sudoriental) harían exponencial su consumo en el mundo.

No obstante, esta radiografía del mercado es siempre incompleta cuando no se cruza con patrones de racialización, violencia de género o empobrecimiento y estigmatización; es cuando el consumo se inserta en contextos que no son necesariamente las fiestas o el trabajo en Wall Street, sino el de la exclusión y la explotación. Ahí está el corazón del frenesí del capital al ritmo de la cocaína y del crack. Y acá entramos en el meollo del asunto.

Bourgois, el etnógrafo, nos describe las esquinas en Nueva York como la quintaesencia del paisaje neoliberal de la posguerra fría, donde poblaciones vulnerables se devoran unas a otras mientras proporcionan una fuente conveniente de mano de obra flexible y barata a los ricos. Entre estas calles se juegan los escenarios más crudos de la violencia en los entornos del mercado prohibicionista de la cocaína y el crack, y están compuestos por campesinos que se vieron obligados a dejar sus hogares cuando quebraron las economías agrícolas de sus países mientras la producción de Estados Unidos se fortalecía como nunca. En los años 90 se consolidó su dominio agroalimentario global del mundo vía precios cuando se convirtió en el abastecedor de alimentos básicos para el planeta, como afirma Blanca Rubio.

Agregaría que esta hegemonía se dio gracias también al enorme despliegue global de violencia sobre la población campesina y sus luchas –algunas de ellas insurgentes. La política antiagrícola y contrainsurgente se fundieron en los últimos 40 años de nuestro continente. Este empobrecimiento rural explica la expansión de los cultivos de coca, mariguana y amapola por Bolivia, Perú y Colombia, y por otro, la irrupción en las condiciones más precarias y viles en el mercado laboral de Estados Unidos, compuesto por migrantes campesinos y campesinas, ex combatientes de las guerras de Centroamérica, así como pobres de los pueblos y ciudades que los mercados laborales latinoamericanos no absorbieron. Bourgois la describe como la pesadilla americana de la híper explotación; por ejemplo, esta droga permite aguantar las tres jornadas laborales de indocumentados o pobres estadunidenses en un mismo día, en entornos en los cuales las poblaciones tenían una expectativa de vida menor a 40 años. Entre 1968 y 1992 aumentó en 100 por ciento el número de niños bajo la línea de pobreza en ese país.

Desde los años 80, las esquinas de las ciudades en Estados Unidos y las parcelas cocaleras erradicadas por tierra y por aire en Colombia, Bolivia y Perú terminaron siendo la puesta en escena capitalista de la explotación. Mientras los palenques en Colombia eran los lugares de libertad y escape, las esquinas de ese país norteamericano se convirtieron en los grilletes de la lumpenización. El capitalismo carcelario, como lo llama Wang, apuntaló al negocio privado de las camas en prisión a cambio de un proceso racializado y antimujeres de lo que podríamos llamar acumulación por encarcelación; entre 1980 y 1994 se triplicó la población encarcelada en ese país, principalmente por temas relacionados con tráfico y uso de cocaína y crack. Hambre, guerra y cárcel son las columnas vertebrales de la vida de productores y consumidores, mientras los opioides relajan en un ensueño para huir de la realidad, el clorhidrato de cocaína inyecta la euforia necesaria para sobrevivir en las sobras del mercado laboral al que se les permite insertarse. La sociedad reparte la cura en los gramos blancos, la salvación en pipas, y las vidas se consumen a sí mismas en el frenesí de la dominación.

* Doctora en sociología, investigadora del Centro de Pensamiento de la Amazonia Colombiana A la Orilla del Río. Su último libro es Levantados de la selva