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De la cultura a la política y más allá
C

on el deceso de Raúl Padilla, valiente político tapatío comprometido con la difusión de la cultura en su patria chica y el país todo, termina una era, pero no puede darse por concluida la tensión, que Raúl siempre buscó superar, entre política y cultura. El enorme blindaje que Padilla concibió para su saga modernizadora llevó a Guadalajara a convertirse en orgullosa capital mundial del libro, propiciando una gran fiesta protagonizada por miles de adultos, jóvenes y niños que cada año se daban cita con autores y libros, conferencias y lecturas. Descanse en paz Raúl Padilla, que su universidad y las falanges locales y nacionales, globales diría, del libro, el lenguaje, la ciencia y la cultura, sabrán hacer honor a su entrega.

El nombramiento de la señora Marisol Schulz al frente de la FIL de Guadalajara es un acierto y muchos estamos seguros de que honrará con creces su legado. De cualquier forma, habrá que concurrir al encuentro anual y estar alertas para defender la cultura y enaltecer sus valores ante las ocurrencias mil que nuestra mala política gesta a diario para desdoro, precisamente, de la democracia moderna, cívica y racional que queremos.

Hacer valer la necesidad y la conveniencia de lo que Norberto Bobbio, junto con muchos de sus pares y coetáneos, quiso ver como una política de la cultura es crucial para la vida en comunidad, piso para el desarrollo sostenible, cuyo fin es el bienestar colectivo. La convocatoria del sabio turinés es actual, como vital el llamado existencial contra el cambio climático.

No es descubrimiento alguno afirmar que lo que laxamente llamamos cultura política no está, en realidad nunca ha estado, a la altura de la evolución de nuestras instituciones democráticas. Elecciones libres hemos tenido, los votos se han contado y sus veredictos cuentan. A todo lo largo del siglo actual, el país ha vivido los avatares de una alternancia en la Presidencia de la República, pero también en los otros órdenes de gobierno y en el propio Congreso de la Unión.

Este desarrollo político en pos de una democracia constitucional madura no se ha traducido, mucho menos descansado, en amplias deliberaciones y estudios; análisis y debates para revisar, confrontar o superar las formas de gobierno, para idear políticas y estrategias que le den fuerza al Estado y sus respectivos gobiernos, para cumplir con sus compromisos, programas y proyectos.

Sin desplegar esta esencial labor de conocimiento sistemático de la realidad, la nuestra y la del mundo, la política se niega a sí misma, porque sus actores principales así lo hacen. A su vez, la población se aleja sistemáticamente de eso que llamamos política y que muchos políticos de hoy buscan convertir en patente de corso, cuando no en cofre de tesoros.

De ese alejamiento a la naturalización del insulto y la insidia, como lingua franca de la política democrática, no hay más que un paso. Por desgracia, ya ha sido dado por legisladores y gobernantes, de todo tamaño e investidura. Y la cultura se enajena, mientras la política gobernante reniega de ella.

Sin lenguaje o bajo el imperio de la palabra deteriorada no puede haber política democrática, menos una que aspire a ser transformativa. Sin cultura no puede haber entendimiento creativo entre mentalidades y voluntades diversas y plurales. Sin todo esto y más, la educación de niños y jóvenes cae en la simulación y la más vulgar de la superchería ideológica para, desde ahí, desde los basamentos de la sociedad, iniciar una terrible labor de zapa de la conciencia y la conducta; de dirigentes y dirigidos; de gobernantes y gobernados.

Cuando asisto a través de la prensa al espléndido homenaje de El Colegio Nacional al poeta Octavio Paz o a la entrega de la medalla Belisario Domínguez a Elena Poniatowska; cuando me es posible gozar de la obra ejemplar del gran chelista Carlos Prieto, quien restrena una obra magnífica con su brillantez, me confirmo: donde hay verbo y pentagramas hay leitmotiv y esperanza.

Esperanza que obliga a rechazar con energía el trato majadero impuesto por el gobierno a las universidades, los centros de investigación, creación y difusión cultural. A exigir responsabilidad de los gobernantes, reclamar respeto por nuestro patrimonio, nuestras instituciones.

De todo esto tiene que hablarse hoy, como ayer a su manera lo hicieron muchos, entre ellos, Luis Villoro y don Pablo González Casanova, cuyo deceso hoy lamentamos. Proclamar una política de la cultura significa negarnos al mundo de tinieblas que la avidez ciega, sorda, busca instaurar.

Sí, estamos en riesgo y hay que proteger lo que, como la cultura, es lo último que nos queda.