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Nuevo Gandhi en la red
E

l poderoso diario venezolano La Nación (homólogo de los que hay en Argentina y Costa Rica) concibió un proyecto de comunicación dirigido a América Latina y el Caribe. Para ello construyó un gran edificio. Se trataba de potenciar lo que la prensa empresarial ha climatizado en los países de la región: el apuntalamiento de la derecha y sus soportes políticos aprestados por el capitalismo.

Esa prensa se ha significado por desprestigiar a figuras políticas o gobiernos que no se avienen o son contrarios a sus intereses y radio ideológico, como un primer paso en la estrategia de minar su influencia hasta desplazarlos o hacerlos sucumbir. De esta manera procedió el diario La Nación, de Venezuela, con Diosdado Cabello, ex presidente y figura clave en la implantación de la República Bolivariana.

El político, también dirigente del PSUV, reunió pruebas y demandó al diario por difamación e injurias, exigiendo la reparación de daños y perjuicios. Al cabo del proceso, la sentencia judicial le fue favorable y la empresa informativa quedó sujeta a pagarle más de 13 millones de dólares. Le cubrió la suma con el edificio que había construido para su proyecto comunicacional. Recibidas las llaves del inmueble, Diosdado las dio a la rectoría de la Universidad Internacional de las Comunicaciones.

Esa universidad se ha convertido en vanguardia de proyectos y programas de comunicación. En ella se forman, desde marzo de 2022, nuevas generaciones de comunicadores y artistas en una nueva visión periodística y tecnológica. Allí se los prepara para ejercer el oficio de transmitir mensajes e imágenes a través de todos los espacios disponibles: los tradicionales y los que permiten Internet y las redes sociales, así como los muros citadinos. Son numerosos los jóvenes documentalistas que ya salen a las calles con sus celulares a recoger los sucesos que apremian la militancia testimonial, los editan sobre la marcha y en cosa de minutos los suben a la red.

Lecciones de esa índole es preciso que las registren y metabolicen los países que ven amenazada su soberanía por viejos y antiguos imperios. Sobre todo cuando, haciendo gala de desfachatez, sus órganos de gobierno –el caso de Estados Unidos– acuerdan leyes de jurisdicción extraterritorial o promueven la desestabilización de gobiernos que se niegan a cabestrear según sus dictados.

Desde la guerra de las Malvinas, a los gobiernos latinoamericanos y caribeños debió quedarles claro que la opción de enfrentar con las armas una agresión imperial equivale a una derrota anticipada por la que hay que pagarle al vencedor.

El mantenimiento de ejércitos armados con una panoplia sofisticada resulta oneroso para países como los nuestros. Y al cabo un arma de doble filo. Debiera ser suficiente, para mantener el orden interior, con una bien equipada guardia nacional.

Sí, es preciso contar con una milicia provista con armas, pero no con armas tradicionales, sino con las que permiten hoy las tecnologías de la información y la comunicación y las que hicieron posible el Guernica, de Picasso. Imagino, a manera de ejemplo, un escenario.

Estados Unidos cumple su amenaza de invadir México con un cuerpo de ejército. Nos ha provocado con cualquier pretexto, incluso la incursión de grupos civiles armados de extrema derecha tipo Veterans on Patrol o Texas Border Patriots, que no son otra cosa que terroristas tolerados por el gobierno estadunidense y sus medios, incluidas sus empresas de redes sociales.

Ya el gobierno mexicano había reducido su poder de fuego licenciando a decenas de miles de soldados y dándoles simultáneamente capacitación para desarrollarse como tecnólogos y artistas en líneas de vanguardia. Los invasores no traspasaban aún la franja denominada zona libre de la frontera norte cuando ya sus imágenes estaban en millones de pantallas de todos los tamaños alrededor del mundo. A la milicia formal, el gobierno mexicano sumó cuerpos de voluntarios a los que proveyó de celulares chinos (más baratos que los de occidente y que cualquier fusil o bazuca) para grabar todo detalle, paso, episodio de la invasión. Un cuerpo de fogueados documentalistas editó millones de ligas y archivos en piezas dignas de la mejor cinematografía.

Miles de pantallas gigantes mostraban a los invasores y sus atropellos. Una verdadera tormenta mundial de demandas cayó sobre la ONU y cuanto organismo internacional era considerado hábil para cobrar conciencia de la violación al derecho de gentes. El gobierno organizó un documentado expediente contra los invasores, que pronto la cancillería presentó en Ginebra ante la Corte Penal Internacional. Las autoridades y medios de Estados Unidos se mofaron de la medida. Su país nunca firmó el protocolo correspondiente. Pero la protesta empezó a cubrir calles, puentes, complejos viales y todo aquel espacio que se ofrecía a la mirada: enormes murales de la nueva generación de pintores en la que mostraban imágenes terribles del pasado intervencionista de Estados Unidos: Vietnam, Libia, Irak, Granada y un largo etcétera. The bigest happening ever, tituló en primera plana The Guardian.

El gobierno había decretado, además, la ley del hielo a los invasores. Al cabo Washington dio la orden de retirada. La cancillería inició múltiples denuncias con demanda de reparación por daños y perjuicios al gobierno estadunidense. En esa lucha no se derramó una gota de sangre.

Gandhi se reacomodó en su tumba.