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Mar de historias

Y después...

Para Carlos Payán: con todo mi cariño y el agradecimiento de siempre.

H

oy se cumplen dos años de su partida. Antes de que la interviniera, el doctor me permitió quedarme a solas con ella unos minutos. Consideré que eran insuficientes para repasar nuestras aventuras, para decirle lo mucho que su presencia había significado para mí y, ante la brevedad del tiempo disponible, creí que era mejor quedarme callada. No dije ni su nombre, pero la acaricié mientras escuchaba su respiración y sus gemidos ya muy leves, como si quisiera ocultarme la intensidad de su dolor.

No fue fácil verla tan quieta, acostada sobre la manta blanca que usé para cubrir la cama del consultorio; no fue fácil mimarla otra vez sin obtener su tibia y húmeda respuesta, siempre conmovedora; no fue fácil separarme a sabiendas de que ya nunca más estaríamos tan cerca; no fue fácil caminar, sin pausas ni volver la cabeza, hasta el recibidor y después…

Desde allí, sentada frente a la ventana, la acompañé durante el proceso de su incineración, tratando de darme valor, aferrada a las palabras de consuelo que acababa de decirme una enfermera: “No se ponga triste, piense que su Nube ya no va a sufrir y que descansará.”

Sin conciencia del tiempo transcurrido, concentrada en mis esfuerzos por aceptar como algo necesario lo que estaba ocurriendo a unos metros de mí, de pronto me sobresaltó la voz de un joven diciéndome que el proceso iba a terminar y que, si lo deseaba, una de sus compañeras me llevaría a elegir una urna. En ese preciso momento empezó a materializarse la ausencia de Nube y después…

II

Una empleada me condujo hasta la bodega donde tenían el exhibidor con las urnas. Eran de diferentes tamaños y materiales. Me mantuve a cierta distancia, sólo mirándolas. Supongo que mi acompañante atribuyó mi demora a titubeo, y por ayudar a que me decidiera, se puso a explicarme las ventajas y el precio de cada una.

Su tono me irritó: sonaba al de un dependiente ansioso por vender artículos para el hogar. Iba a pedirle que me dejara sola un momento, pero no tuve que hacerlo: alguien la llamó desde la planta baja para decirle que fuera a contestar el teléfono. Sentí alivio, olvidé por un momento el objetivo que me había llevado hasta allí y me puse a ver las fotografías que tapizaban las paredes.

Al pie de las imágenes estaban los nombres de las mascotas y breves frases escritas por sus dueños para agradecer la atención recibida en la veterinaria. Me pregunté cuáles serían las mejores palabras para expresarle a Nube mi reconocimiento por haberme dado siete años de su encantadora presencia. No encontré ninguna, y si la hubiera descubierto la búsqueda habría sido inútil: cuanto restaba de mi hermoso animal eran despojos que en pocos minutos quedarían para siempre dentro de una urna.

Elegí una pequeña, con forma de mariposa porque me pareció que era la más adecuada para guardar los restos de Nube. Esperé en la recepción a que me los entregaran y con la vasija entre mis brazos salí del hospital y después…

Me fui caminando muy despacio para retardar lo más posible el retorno a la casa. No imaginaba cómo sería ahora que ya no iban a escucharse los ladridos de Nube en las habitaciones, desde ahora y para siempre tan llenas de su ausencia y mis recuerdos.

III

Desde aquella tarde en que regresé de los servicios funerarios, la urna con las cenizas está sobre mi escritorio, en el estudio, donde sigo trabajando, pero ya sin la presencia de Nube. Me hace falta, a veces me olvido de su ausencia y bajo la mano para acariciarla, como hacía cuando se quedaba quieta, dormitando, junto a mi silla. También le digo lo orgullosa que me siento de su inteligencia o le recuerdo algunas de sus travesuras. Las más frecuentes quedaron en una de las patas del escritorio y en los flecos de su alfombrita.

Por las mañanas, cuando salgo a mi trabajo, antes de abrir la puerta aún me vuelvo para asegurarme de que Nube no va tras de mí, ansiosa de que la lleve conmigo. Es lo que hacía a diario, y cuando le explicaba que por el momento iba a dejarla en la casa, se iba cabizbaja al estudio, haciendo tintinear el cascabel pendiente de su collar. Echo de menos el sonido metálico que me ayudaba a localizarla y le ponía un muy alegre tono a nuestras caminatas.

IV

Nunca, ni en los momentos más difíciles, pensé en adoptar otro animal. Hacerlo me parecería algo tan mecánico y simple como sustituir un objeto desgastado por uno nuevo. Otro motivo de mi reticencia es el miedo de no tener valor ni fuerzas para enfrentarme a otra separación; pero un hecho inesperado cambió mi proyecto.

Una tarde, al regresar de hacer las compras, encontré a Sarita, la persona que me ayuda con las tareas de la casa, tendida bajo la cama y armada de una escoba con la que pretendía sacar a un gato intruso que acababa de colarse por la ventana. Ofrecí mi ayuda y entre las dos logramos atrapar al visitante: un gatito pequeño, con los ojos azules y la pelambre de un gris oscuro que lo hacía parecer envuelto en humo.

Dedujimos que alguien lo había abandonado en la calle, sin importarle los peligros que acechaban a un ser tan pequeño e indefenso. De seguro los correría de nuevo en cuanto lo despidiéramos, pero no quedaba otra posibilidad. Antes de echarlo fuera, lo único posible era darle un poco de leche y agua.

Después de alimentarse el gatito se quedó dormido, y después…

Intruso, como insistió Sarita que lo llamáramos, no se ha ido. Es silencioso, huraño, escurridizo, ágil. De un salto alcanza el marco de la ventana para tomar el sol y dormita en cualquier lugar, sobre todo bajo mi escritorio, donde quedan las huellas y las cenizas de mi Nube.