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La cautivadora Merced
H

oy se conmemora a San José, a quien según los evangelios Dios encomendó ser el padre adoptivo del niño Jesús y esposo de la Virgen María. Así como estuvo al cuidado y protección de ambos como padre y esposo, también se le encargó la Iglesia, su cuerpo místico.

Para venerarlo se erigieron muchos templos en el mundo católico; en la Ciudad de México, en el cautivador barrio de la Merced se estableció un importante convento bajo su advocación cuya historia vamos a recordar.

A mediados del siglo XVI se abrió un lugar de recogimiento de mujeres dedicado a Santa Mónica, con el propósito de brindar albergue a viudas y abandonadas para alejarlas de los peligros de la vida mundana.

En estado de decaimiento, una centuria más tarde se decidió fundar ahí mismo un convento para venerar a San José, asegurando a las recogidas que tendrían cobijo. Don Fernando de Villegas, rector de la Real y Pontificia Universidad, se ofreció a fundarlo y sostenerlo a condición de que lo manejaran sus ocho hijas y su suegra, monjas todas ellas de diferentes instituciones religiosas que habrían de dedicarse a la enseñanza de niñas.

Para dar cabida a las nuevas religiosas con sus sirvientas, don Fernando adquirió unas casas aledañas y construyó una capilla para que monjas y refugiadas escucharan la misa. Al paso del tiempo ingresaron más novicias y las casas resultaron insuficientes, por lo que un buen día –malo para las recogidas– las monjas abrieron un boquete en el muro que separaba ambas casas, pasando por ahí a sirvientas y niñas para que arrojaran a las viudas y abandonadas, apropiándose de las instalaciones.

Así continuó creciendo el convento hasta la muerte del fundador, cuyo heredero se negó a seguir pagando el mantenimiento, con lo que comenzó a deteriorarse al grado que la capilla ya no se pudo utilizar.

Sin desanimarse, las religiosas buscaron otro benefactor y lograron que don Juan Navarro de Pastrana redificara convento e iglesia. Además, les dejó un rico legado para que continuaran bonancibles tras su fallecimiento, cosa que en efecto sucedió, pues cuando abandonaron el convento por las Leyes de Exclaustración poseían 52 casas que les proporcionaban jugosas rentas.

Al paso de los años las instalaciones conventuales fueron destruidas y el templo se salvó gracias a que fue cedido a la Iglesia Episcopal Mexicana, que la despojó de sus riquezas interiores, pero respetó la elegante fachada en la que sobresalen las portadas gemelas, características de los santuarios de monjas. Ambas muestran columnas pareadas y almohadillas en el primer cuerpo, el segundo está decorado con un frontón roto que enmarca una gran ventana, todo labrado en fina cantera.

La sobriedad del templo contrasta con el colorido, los aromas y sabores de la Merced, donde se ubica, en la calle Mesones 139, que desde la época prehispánica era una importante zona comercial llena de vida. Todavía se pueden apreciar en algunas calles y casonas vestigios de la antigua acequia y desembarcaderos adonde llegaban las mercancías que venían de los pueblos del sur, entre otros Xochimilco, Tláhuac, Milpa Alta y Santa Anita. Hay una célebre litografía de Casimiro Castro que muestra la zona un Viernes de Dolores, en que están las canoas y trajineras llenas de flores y un gentío comprando para los altares a la Virgen, muchos eran verdaderas obras de arte.

En el rumbo se desarrolló el comercio por mayoreo, que casi a finales del siglo XX se trasladó a la Central de Abasto; sin embargo, el barrio sigue con una intensa vida comercial con establecimientos únicos, como la tlapalería La Zamorana, en Jesús María 112, que ofrece todos los primores en colorido papel picado que se pueda imaginar: manteles, guirnaldas, flores, vestidos, faroles, frutas y hasta una palmera ¡con cocos!

Otros atractivos de la zona son sus fondas y restaurantes, como el libanés Al Andaluz, en la misma calle de Mesones, en el 171, que en sus lindas casitas pareadas del siglo XVII, muy bien restauradas, deleita con sus platillos perfumados de finas especias como el kepe, el shanklish –ese queso que traían los inmigrantes para sobrevivir el viaje– y las exquisitas hojas de parra rellenas. Como broche, el espeso café de Medio Oriente y los pastelillos árabes ¡inigualables!