Opinión
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Colombia: transformación y resistencias
E

l presidente de Colombia, Gustavo Petro, dirigió ayer un mensaje a la nación para explicar a los ciudadanos el sentido y la importancia de las reformas en materia de salud, pensiones y laboral que su gobierno presentó al Parlamento o se encuentra preparando. La esencia de las iniciativas impulsadas por el primer mandatario de izquierda en la historia de ese país reside en sustituir la mercantilización impuesta durante el periodo neoliberal por un sistema basado en los derechos y en la verdadera democracia; es decir, en que sea el pueblo y no el dinero quien mande en el Congreso, los juzgados y en el palacio presidencial.

En lo que fue la culminación de una jornada de multitudinarias manifestaciones de apoyo a sus propuestas legislativas, movilizaciones que se extendieron por decenas de ciudades colombianas, el ex alcalde de Bogotá llamó a sus compatriotas a convertirse en una multitud consciente de que tiene en sus manos tanto el futuro como el presente. Su discurso fue prolífico en reminiscencias al proceso de cambio que atraviesa México: afirmó que es el mundo económico el que debe entender el clamor social (a contrapelo de la lógica neoliberal, consistente en poner a las grandes mayorías al servicio de un puñado de plutócratas); denunció que el régimen pensionario está diseñado para las corporaciones, no para los trabajadores, y que el modelo de salud privatizado hace a la muerte ensañarse ahí donde hay pobreza. Condensó el significado de su programa en el exhorto a dejar de ser oligarquía y pasar a ser democracia.

Salvando todas las particularidades locales, el momento histórico que vive la nación caribeña es análogo al experimentado en Argentina, Chile o México, donde el mandato presidencial se ve acotado o incluso francamente saboteado por una sobrerrepresentación de las fuerzas opositoras en los Congresos. A través de su presencia en los órganos legislativos, tales oposiciones, que fungen como personeros de intereses oligárquicos derrotados en elecciones al Ejecutivo, ejercen un poder fáctico de veto sobre los nuevos rumbos elegidos en las urnas. En casos extremos, no se conforman con paralizar la administración pública, sino que subvierten el orden democrático derribando gobiernos elegidos de manera legal y legítima, como sucedió en diciembre pasado en Perú y en 2016 en Brasil.

De este modo, los parlamentos degeneran en trincheras de intereses corporativos y corruptos que pervierten el sistema de contrapesos y el principio de separación de poderes para obstaculizar el axioma supre-mo de toda democracia merecedora de ese nombre: la soberanía popular, por la que todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste, como lo plasma la Constitución de nuestro país. Cuando un gobierno progresista intenta introducir cambios, los voceros intelectuales y mediáticos de las oligarquías defienden leyes e instituciones creadas para imponer y perpetuar el neoliberalismo como si fueran el núcleo mismo de la vida democrática; maniobra de naturaleza orwelliana, pues llaman democracia a un sistema diseñado expresamente para excluir al pueblo de la toma de decisiones trascendentales.

Las democracias representativas formales que el empresariado, la clase política elitista y sus propagandistas en los medios y la academia pretenden vender como el único modelo posible de sociedad no impidieron que en Colombia se hiciera con el poder un paramilitarista como Álvaro Uribe, ni que en México se perpetrara un fraude electoral para instalar en Los Pinos a Felipe Calderón, así como no hicieron nada para refrenar la violencia desatada por estos individuos como forma de control social e imposición de sus intereses de grupo. Tampoco se inmutaron ante la rampante desigualdad o la denegación sistemática de derechos. En suma, están expuestas sus limitaciones y disfuncionalidades, por lo que es de obvia necesidad transformarlas a fondo si se desea construir un orden económico, político e institucional auténticamente democrático.