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Giacometti en París
U

n secreto que se pretendía bien guardado se murmura en el mundo del arte parisiense. Se trata del proyecto que transformará el actual edificio de Air France sobre la explanada de los Inválidos en museo Giacometti. Un homenaje perdurable al escultor suizo Alberto Giacometti (1901-1966) en un espacio imaginado y renovado enteramente por el arquitecto Dominique Perrault. Proyecto que acaso se deseaba mantener secreto para evitar las desesperantes y habituales polémicas, difundidas por los medios de comunicación, que no cesan de multiplicarse en el tout-Paris, sobre todo cuando se trata de modificar el paisaje de la capital francesa, y sólo se retardan los trabajos para su realización.

No hace mucho tiempo, las críticas y controversias, a propósito de la remodelación del interior del Louvre y de la instalación de una pirámide de vidrio y metal elevada en el patio Napoleón, habrían podido dar al traste con estos planes si no hubiese sido por la férrea voluntad del entonces presidente François Mitterrand.

A lo largo del Sena, en su travesía por París, no faltan los suntuosos recintos culturales ni construcciones modernas y monumentos seculares. Del centro ocupado por la catedral de Notre-Dame, sobre las dos orillas del río se levantan el palacio del Louvre, donde se aloja uno de los más grandes museos del mundo, la Biblioteca Nacional de Francia, la torre Eiffel, el palacio de Chaillot o Museo del Hombre, la desalojada estación de Orsay convertida en el magnífico museo de los impresionistas, la Maison de la Radio, los magníficos palacios del ministerio de Asuntos Extranjeros, la Asamblea Nacional, el atrevido edificio de Finanzas, paquebote que eleva por encima del Sena su proa volante.

Aparecen también espacios como la plaza de la Concordia, el jardín de las Tullerías o el del parque zoológico.

El sitio de donde desaparecerá la estación de Air France, terminal de los autobuses que conducen a los aeropuertos alrededor de París, es así un lugar privilegiado. Se encuentra al lado el magnífico puente Alexandre III, con sus cuatro gigantescos Pegasos de bronce verde y hoja de oro en los extremos de sus balaustradas coronadas de faroles.

En una orilla del puente, se yerguen el Grand Palais y el Petit Palais. En la otra, el palacio de los Inválidos, con su majestuosa cúpula dorada. Lugar, pues, tan codiciado como excepcional, donde se acogerá al museo Giacometti y se exhibirá la obra de este artista, quien, a partir de 1922, residirá durante casi toda su vida en la capital francesa.

En esta ciudad, Giacometti frecuentará a casi toda la intelectualidad de la época. Sartre, Genet y René Char, entre otros de sus contemporáneos, escribirán sobre su obra.

Su encuentro con el surrealismo no dura mucho y el artista suizo decide alejarse él mismo ante la inminente expulsión del grupo por el pontífice surrealista, André Breton, quien reconocerá más tarde su obra a pesar de las discrepancias. Seguirán los encuentros con Picasso, Matisse, Balthus o Bacon. Volverá a Suiza durante la Segunda Guerra Mundial. De regreso a París, ilustra publicaciones de Bataille y Tzara.

Encuentros y desencuentros, rara vez búsquedas, la vida y la obra de Giacome-tti son una sorpresa para él mismo. Reconoce que nunca realizó esculturas que no se le ofrecieran terminadas en su espíritu y que no hacía sino reproducirlas sin cambiar nada ni preguntarse qué significaban. Terminada una escultura, la sentía próxima, sin reconocerla y, por ello, más turbadora.

Desde la ventanilla de un auto, en un pestañeo, vi L’homme qui marche (El hombre que camina) en un camellón central de Champs-Elysées, hace ya años. La turbación que me produjo sigue intacta: errancia sin meta, bronce sin peso, vuelo inmóvil, hombre que da pasos sin andar, infinita tristeza del alma al emprender el vuelo sin su cuerpo.

Giacometti esculpió el instante final, donde comienza todo. Aparición incesante del eterno retorno.