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El gran Gilberto Bosques
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▲ Gilberto Bosques, flanqueado por Roberto de Rosenzweig, ex subsecretario de la SRE, y José M. Murià (derecha). Al frente, documentos donados por el diplomático al archivo Genaro Estrada de la cancillería. Atrás, la esposa de Rosenzweig y el hoy embajador en Suecia, Francisco del Río.Foto archivo J. M. Muriá
A

principios de 1964, Gilberto Bosques Saldívar, quien había sido embajador de México en Cuba desde 1953, pidió al presidente Adolfo López Mateos que lo retirara del servicio. La razón fue explícita: Gustavo Díaz Ordaz había sido destapado como candidato a la Presidencia de la República y no quería tener nada que ver con ese señor. Era su paisano y lo conocía bien, de manera que su retiro voluntario resultó premonitorio…

En Cuba deberían recordar más las gestiones que hizo Bosques para salvar cubanos durante los últimos años de la salvaje dictadura de Batista. Basta señalar tan sólo dos nombres de los muchos que vinieron a México por su conducto: Raúl y Fidel Castro Ruz.

Con anterioridad, de 1946 a 1950, Bosques fue embajador en Portugal, de donde alcanzó a sacar y salvar la vida a casi un millar de refugiados españoles. Pero lo más voluminoso de su gesta tuvo lugar en Francia, donde, en calidad de cónsul general, permaneció desde principios de 1939 hasta fines de 1942, cuando fue llevado prisionero con todo el personal mexicano a un hotel de Bad Godesberg, cerca de Múnich. Ahí estuvo 14 meses hasta que los mexicanos fueron permutados por prisioneros alemanes.

Fue en esos cuatro años franceses –por cierto, durante los últimos meses Bosques ya fue ministro plenipotenciario, además de cónsul– cuando se produjo la gigantesca obra salvadora de vidas. Se habla de unas 40 mil: ¡es falso! Si contamos bien, es bastante más del doble. La mayor parte fueron españoles republicanos, es cierto, pero hubo también italianos, franceses, alemanes y de otras nacionalidades, además de medio centenar de mexicanos que formaron parte de las brigadas internacionales, entre quienes se contaba el oaxaqueño Néstor Sánchez, el más aguerrido de todos.

No todos vinieron a México, es cierto, pero se vieron protegidos por un documento que expidieron los representantes mexicanos. También se contaba con Luis I. Rodríguez Taboada, quien fue embajador durante 1940, y el convenio que éste supo arrancar al fascista Philippe Pétain, que puso a todos los refugiados que se hallaban en la Francia llamada cínicamente libre bajo la protección del lábaro mexicano y se les consideró en tránsito hacia nuestra patria. Ello fue, a la postre, un verdadero salvavidas.

Por ello se antoja ridículo equipararlo con Oskar Schindler, cuya gesta salvó apenas a mil 100 judíos.

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Díaz Ordaz cumplió con las expectativas. Para suceder a Bosques en Cuba nombró a un verdadero pillastre y lo demás es de todos conocido…

Bosques padeció una suerte de ostracismo interno hasta que, con sus 96 años, la Secretaría de Relaciones Exteriores, en un acto que presidió el subsecretario Roberto de Rosenzweig, realizado el 4 de agosto de 1988, dio un gran paso en dirección del actual reconocimiento nacional. Por un lado, el suscrito, en su calidad de director general del área, había promovido la realización de un libro que preparó Graciela de Garay, emanado de una larga entrevista con Bosques, que se presentó ese día.

Él, por su parte, además de recibir el apapacho que correspondía, cedió a la cancillería lo que podría llamarse su archivo diplomático, que se había dispuesto oportunamente. Después empezaron a realizarse más homenajes, aunque pudo asistir a pocos, no obstante que falleció a los 103 años.

Lo que no deja de ser triste es que la ciudad de Puebla se haya hecho ojo de hormiga para hacerle algún reconocimiento, aunque no es el caso de su universidad o de su Congreso, que levantaron la mano hace ya mucho tiempo.