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Aprender a morir

Cuestionar versiones

“D

ios no brinca porque le truenes los dedos o le llores de rodillas”, dijo una descreída. El problema con las explicaciones –en realidad, lo que el señor quiso decir– sobre la esencia de la divinidad es que los llamados libros sagrados de las religiones más influyentes (la Biblia hebrea del judaísmo, el Corán del islam y otra vez la Biblia pero con énfasis en el Nuevo Testamento, del cristianismo) dicen ser la palabra de Dios, aunque con notables variantes de humor y de época e imponiendo siempre la sumisión a Su sagrada voluntad, o mejor, a la de sus representantes, lo que de entrada vuelve menos confiable esa palabra.

Por ello, a no pocos escandaliza que de los 8 mil millones de personas que hoy pueblan la Tierra, cerca de 3 mil millones se digan católicos, protestantes, ortodoxos o judíos, lectores, creyentes u observantes de los preceptos bíblicos, una serie de libros escritos por profetas, escribas, predicadores y especialistas que hablan en nombre de Jehová o interpretan su voluntad, dios único de los hebreos, descendientes de Abraham, líder de un pueblo nómada que peregrinó por el desierto hasta que Moisés, otro profeta, los organizó militarmente y recibió Los Diez Mandamientos. Luego vendrían Jesucristo, los evangelistas y el Nuevo Testamento, más atenuado que el Antiguo pero igual de autoritario y restrictivo, sobre todo en el libre uso de la anatomía humana.

Pero la Biblia, con más de 3 mil millones de ejemplares impresos, traducidos a unos 2 mil idiomas, no ha bastado para expandir la conciencia en el planeta, sino que el común de la gente responde a las constantes intimidaciones del abultado texto con un materialismo torpe y una piedad superficial, atolondrada ante las abismales diferencias entre su apocada naturaleza y el iracundo carácter del dios revelado a un pueblo antiguo. Tan sacralizado libro demanda una lectura más alerta y menos amedrentada que ponga sana distancia a su contradictorio contenido, de exterminios, castigos, infidelidades, incestos, crímenes e intolerancias y permanentes amenazas a toda desobediencia, pues los autores tuvieron muy claro el rígido ejercicio del poder terrenal y los beneficios de ejercer la tiranía a través de añejas creencias religiosas.