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Jesuitas: en todo amar y servir
C

onocí a los jesuitas Javier Campos y Joaquín Mora en 1978, siendo novicio de la Compañía de Jesús. A partir de entonces, y durante casi 20 años, coincidimos en reuniones de análisis y reflexión, celebración religiosa y convivencia. Me duele su muerte. Me indigna su asesinato vil y me rebela la imposición progresiva de la criminalidad en la Tarahumara. Dándole el golpe, entiendo mejor su entrega, finalmente martirial, vinculándola al proceso que transformó, radicalmente, la identidad del jesuita y la espiritualidad ignaciana (referencia a Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús). Repaso detalles del último cuarto del siglo XX.

El impacto de la Carta a los jesuitas de América Latina, de los provin­ciales de la Compañía de Jesús en América Latina (mayo, 1968, Río de Janeiro). La misiva comunica orientaciones y compromisos discernidos junto al padre general Pedro Arrupe: Estamos persuadidos de que la Compañía de Jesús en América Latina necesita tomar una clara posición de defensa de la justicia social a favor de los que carecen de los instrumentos fundamentales de la educación, sin los cuales el desarrollo es imposible. Enseguida, vino la inspiradora Congregación General XXXII (1974), que definió la opción fundamental: elegir participar en la lucha crucial de nuestro tiempo: la lucha por la fe y por la justicia que esa misma fe exige.

Enrique Gutiérrez Martín del Campo, provincial mexicano, lo tomó en serio. Impulsó durante la década de los 70, no sin resistencia, el cambio en la formación de los jóvenes jesuitas, la vida comunitaria, las obras apostólicas o su enfoque. Similarmente ocurría en otras familias religiosas, sobre todo femeninas, y en grandes sectores de laicos y laicas de las iglesias latinoamericanas. El corazón de los cambios fue la opción por los pobres, saludada con alegría y esperanza, como suscitada por la acción liberadora de Dios, más amplia que la acción de los cristianos: No podemos acercarnos al Crucificado, sino estando del lado de los crucificados y no podemos anunciar el Reino de Dios, sino desde los pobres.

Acción Popular, desde 1975, fue el espacio humano-jesuítico donde se debatía, ahondaba y celebraba. Una mutualidad libremente reunida para compartir fraternamente la marcha de estas opciones. Los jesuitas concurrentes, teólogos, filósofos, estudiantes, periodistas, párrocos, misioneros, profesores en seminarios diocesanos y universitarios o en la propia formación curricular, y promotores de proyectos de educación y organización popular o centros de espiritualidad, procedíamos de una veintena de obras populares: misiones, regiones campesinas, colonias y parroquias, centros de reflexión social o teológica o publicaciones. Hacíamos pastoral popular, educación popular y religiosa, actividades cívicas y culturales o participábamos en luchas reivindicativas, etc.

Entonces, el neoliberalismo arremetió: fraude electoral, tortura, asesinatos y violaciones de los militares, privatización del ejido y demás privatizaciones, mercantilización de todo y humillación de los trabajadores. La hora de la violencia institucionalizada y del ensanchamiento de la distribución de la riqueza: ricos cada vez más ricos y pobres cada día más pobres. Deliberamos y reaccionamos: fundación del Centro Prodh (1988), y de otros centros regionales o sectoriales. Desde entonces, el Pro ha sido una presencia fundamental para reparar sufrimiento y alumbrar la lucha por la dignificación. José Llaguno, padre-obispo desde 1975, fue un jesuita clave para la Tarahumara. Rodeado de jesuitas y religiosas enamorados del pueblo que celebra la vida en la fiesta y el baile, creó una mística de trabajo de una iglesia de y desde los pobres al percatarse del valor étnico del cristianismo tarahumara. Promovió la inculturación, y la incidencia social con la acción por los derechos humanos al fundar, en 1988, la Cosydhac.

La predicación del Evangelio desde la inserción popular fue un manantial de sentido y desencadenante de implicaciones. Primera, una lucidez creciente del significado de optar por los pobres, que van apareciendo ante nosotros, no solo como pobres, sino como empobrecidos por una opresión estructural injusta, evangélicamente insostenible, abocándonos hacia las ciencias sociales (con una resultante medular, la repulsa del capitalismo), y al discernimiento espiritual. Segunda, la redefinición del sacerdocio, vida religiosa y carisma jesuítico. El don de mitigar o extirpar una espiritualidad individualista, de imperativos éticos, centrada en la observancia y no en el servicio; y una visión jerárquica de la Iglesia y de la historia de la salvación meramente sobrenatural, disociada de la vida real, en la que los guardianes del cambio eran los detentadores del poder. Alumbró otra, centrada en el seguimiento histórico de Jesús, en búsqueda de mediaciones para construir el reinado de Dios; lo que cambió nuestras vidas y fue vivido como liberación (y réquiem por el jesuita infalible, triunfalista y acomodado entre las clases altas).

El estremecimiento interior ante el triple asesinato también es una interpelación a la acción comprometida. En particular, a los pueblos originarios a renovar bríos y recuperar sus territorios; para otros, a no atemperar la convicción cristiana de que la auténtica paz es obra de la justicia. Bajo esta bandera, de 1974 hasta hoy, son 52 los jesuitas asesinados y decenas más, encarcelados o perseguidos, alrededor del mundo.

* Ex jesuita (1978-2013), fundador junto con otros jesuitas del Centro de Reflexión y Acción Laboral