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¿La fiesta en paz?

Preguntas sin respuesta, no obstante las posibilidades

A

guántate tantito, lector paciente, que será sólo un párrafo. El problema de los habitantes de nuestro planeta, pobrecito, empeñosos pero sin idea, no es la ambición, ni la acumulación, ni la desigualdad, ni el afán de dominio, ni las creencias, ni los prejuicios; vamos, ni siquiera la explotación de unos cuantos sobre unos muchos. El problema es algo que ningún poder en ninguna época ha querido enfrentar colectivamente: la escasez neuronal que nos cargamos todos, desde que nacemos hasta que morimos, lo que deja al planeta a merced de los poderes, es decir, de los que más tienen, no de los que mejor piensan.

Nadie tuvo a bien aludir a la propuesta de establecer una pausa taurina con España (La Jornada, 13 de febrero). ¿Por qué? Bueno, por lo que decía en el párrafo inicial: por la escasez neuronal en los sectores taurinos, incluida la franciscana afición y la autoridá, mientras que los dueños del negocio –nacional e internacional– si no exhiben abundancia neuronal, ante la fiesta que dicen promover, despliegan abundancia de capital a la hora de tomar decisiones, descartando valores como sensibilidad e informado nacionalismo, no patriotería ni el proteccionismo que España despliega con sus toreros.

Parece mentira que un país con la tradición taurina de los mexicanos (casi cinco siglos ininterrumpidos) acepte sin chistar, hace varias décadas, la imposición de tres o cuatro diestros importados que se convierten, por cualidades reales e inventadas, no en ídolos, que es otra cosa, sino en frágiles focos de atención del público, al que convencen de que ellos son la esencia de la tauromaquia, con el descastado ganado que eligen. Personalidad y tauridad se reducen entonces a los intereses de empresarios y figurines, descuidando factores como identidad, expresividad, rivalidad, intensidad de la bravura real, no sólo repetidora, y la inmensa verdad que subsiste en nuestra descuidada y manoseada fiesta de los toros.

Circuló en Internet una caricatura donde los creativos del antojadizo monopolio deliberan en una junta acerca de qué atractivo sacarse de la manga para que la gente haga entradas que superen siquiera 10 por ciento del aforo (4 mil). El que preside la reunión demanda desde un extremo: Necesitamos que la gente regrese a la plaza. Uno de los asesores aventura: “¡D Jay y salas loungue!”, a lo que la única joven se anima a replicar: Noche de casino. Al otro extremo de la mesa, un sujeto sin saco que sólo viste playera, osa preguntar: ¿Y si traemos toros con trapío y carteles atractivos? El hombre espera una respuesta sensata, pero a cambio es arrojado violentamente por la ventana desde un segundo piso.

Botón de muestra: la tradición rejoneadora mexicana no es de ayer y si bien varios especialistas colonizados quieren convencernos de que después de Hermoso y Ventura todo está hecho, aparece un rejoneador mexiquense que, desde su cabalgadura, recibe y torea con sarape al más puro estilo charro. No contento con esas aportaciones, Joaquín Gallo, con 10 años de exitosa trayectoria, tiene la hombrada de banderillear a una y dos manos ¡sin montura! Pero los orgánicos sostienen que después de los genios del rejoneo, todos hacen lo mismo.

Quienes siguen haciendo exactamente lo mismo que hace más de tres décadas son los dueños del pandero, que anteponiendo el amiguismo a la neuronalidad taurina trajeron a un desconocido rejoneador portugués a que desplegara su lujosa cuadra y su insípida tauromaquia en un deslavado cartel. ¿Seguirá vetado Joaquín Gallo o alguien será capaz de aprovechar su espectacular tauromaquia a caballo?