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La importancia de nuestros desiertos
E

l lunes pasado comenté en este espacio la pérdida que registra la rica biodiversidad de los desiertos de México. Varios especialistas de las instituciones de investigación del norte y centro del país me hicieran llegar información muy valiosa en la que se detallan los componentes más importantes de dicha biodiversidad y las causas de su destrucción vía la agricultura, el pastoreo o la minería.

Nos recuerdan que casi dos quintas partes de la superficie del planeta están cubiertas por desiertos. Algunos se encuentran virtualmente intactos por no tener la intervención nociva del hombre y sus actividades económicas. En México ocupan poco más de la mitad del territorio nacional y, al contrario de lo que se piensa, son espacios muy antiguos, llenos de vida. También son los más diversos del mundo en flora y fauna. Mucha de esta riqueza natural se encuentra solamente en nuestro país y es fruto de una evolución de millones de años. Esa flora y esa fauna se han adaptado a condiciones extremas especialmente a la falta de agua y a temperaturas muy elevadas. Dos ejemplos son los reptiles, primer sitio en el planeta en cuanto a su número. O las cactáceas (669) casi la mitad de las que existen en los desiertos de la Tierra. Además, 518 de ellas son endémicas, exclusivas de México.

Por ello una importante superficie de los ecosistemas desérticos mejor conservados y biodiversos son áreas naturales protegidas en Chihuahua, Sonora, Baja California y las zonas semiáridas del centro del país.

Destaca por su riqueza y paisaje único la Reserva de la Biosfera El Pinacate y Gran Desierto de Altar, en Sonora, declarado por la Unesco Patrimonio Mundial Natural de la Humanidad. En sus 715 mil hectáreas existen más de mil especies de flora y fauna; tiene dunas activas de hasta 220 metros de altura con cráteres volcánicos. Por sus características sirvió hace cuatro años para entrenar a los astronautas que viajarán en 2030 a Marte; años antes El Pinacate sirvió de campo de adiestramiento de quienes participaron en el programa Apolo de Estados Unidos. Hasta películas de ciencia ficción se han filmado allí, como Dunes.

El doctor Horacio de la Cueva me hizo llegar el trabajo del biólogo Rolando González Trápaga sobre el desierto más grande de Norteamérica: el Chihuahuense, con 630 mil kilómetros cuadrados y una inmensa riqueza biológica: 23 especies de mamíferos, 333 de aves, 23 de peces y 76 de reptiles y anfibios. Lo comparten México y Estados Unidos y se extiende por Chihuahua, Coahuila, Nuevo León, Durango, Zacatecas y San Luis Potosí. En el vecino país, por Arizona, Nuevo México y Texas. Cabe destacar que en este desierto se estableció en 1979 la Reserva de la Biosfera de Mapimí. Su extensión: más de 340 mil hectáreas distribuidas entre Durango, Chihuahua y Coahuila. Su flora y su fauna son de enorme importancia.

También me envían un estudio de María Luisa Santillán, quien labora en Ciencia UMAN-DGDC, en el que destaca la elevada variedad biológica que hay en los desiertos y las zonas áridas del país (más de 6 mil especies de plantas), y el mayor porcentaje de endémicas. Refiere el caso del desierto ubicado en el valle de Tehuácan-Cuicatlán, en los estados de Puebla y Oaxaca. Además de su paisaje, único en América, pueden hallarse hasta 130 especies de arbustos en 4 mil metros cuadrados. Es, asegura, más diverso que un bosque de pino.

En la escuela y los libros de texto nos señalan que más de la mitad del territorio mexicano está ocupado por zonas áridas y semiáridas, en las que llueven menos de 400 milímetros al año. En ciertas regiones la temperatura es sumamente elevada. Con el agravante de que por la deforestación y mal uso de la tierra la desertización ha avanzado las últimas décadas sobre áreas que no lo eran. Este avance se acelera por el cambio climático.

Por falta de espacio no incluyo otros estudios sobre la importancia que tienen nuestros desiertos. Pero en todos se destaca la urgencia de apoyar mucho más la investigación de los pueblos que habitan los desiertos y zonas áridas y semiáridas; a la par, destinar recursos suficientes a las instituciones que estudian lo relacionado con la flora y la fauna de dichos espacios geográficos. También, divulgar, y muy especialmente en el sistema educativo nacional y los sistemas masivos de comunicación, la importancia cultural y la necesidad de conservar lo que comúnmente se cree que carece de vida.