Opinión
Ver día anteriorDomingo 30 de junio de 2019Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La cerradura violada
L

a segunda etapa de la mudanza de mis libros y papeles llegó a la mañana siguiente de que el estudio nuevo al que llegaba había sido asaltado.

Si ya me encontraba aprensiva ante la inminencia de salirme y dejar atrás la Isba Orquídea que nos ha acogido a mí, mi escritorio, mi máquina de escribir y todos y cada uno de mis pesares de escritora durante al menos los últimos quince años, tras el asalto a la nueva dirección de mi lugar de trabajo, ampliado, pues igualmente será donde residamos cuando estemos en la Ciudad, llegó a crecer tan desmesuradamente que mi resistencia a enfrentar el cambio de circunstancias me tenía entre desesperada y paralizada precisamente hasta el día de ayer cuando, me apresuro a registrar, diré que de pronto, aunque supongo que fue el resultado de un proceso, acepté la situación y me sentí feliz.

Es cierto que antes me entretuve especulando sobre el asalto, sola, o con el jardinero, que fue quien advirtió que un asaltante había irrumpido en la casa, en momentos en que nosotros precisamente empacábamos y disponíamos la mudanza desde nuestra todavía presente morada. W y yo también especulamos con el arquitecto, que acababa de entregarnos la casa, reconstruida, rehabilitada, remodelada. Contribuyó con proponernos medidas suplementarias de seguridad para prevenir un nuevo asalto. La vida sigue, se piensa. Se sabe que toda traba es destrabable; se sabe que toda traba no es sino un desafío para el inclinado a destrabarla, un desafío más atractivo mientras más intrincado. Finalmente, se sabe que la inutilidad de toda medida de seguridad imaginable es más que comparable con la inutilidad que representa la tarea de denunciar su violación. Quién no ha padecido, o quién no sabe de alguien que hubiera padecido, la frustración, la impotencia una vez en la Delegación y ante un agente del Ministerio Público. Qué víctima no lo ha visto levantar los hombros y de un gesto sonoro de la mano cerrar, con el triunfo que le da el poder detrás de su uniforme, el cuaderno de actas y atender al siguiente entre la fila de denunciantes. A pesar de que es sabido que de nada sirve nada por parte de la autoridad cuando se trata del combate a la delincuencia y a la protección de los ciudadanos, aún hay ciudadanos civiles que, al denunciar o al protestar, confían en que serán atendidos por la autoridad. Y lo único que sucede en el caso del confiado más afortunado es que pierde la confianza y aprende a vivir a sabiendas de la desasistida vida que le espera, corta o larga, pero con la cabeza baja, con la barba sumida contra el pecho, quizás incluso con la sensación de que el culpable fue él, si no por otra razón, simplemente porque actuó como creía que debía actuar, con las armas de la razón, la confianza, la honestidad, a las que la autoridad es inmune.

Pero registro estos antecedentes y estas reflexiones sólo para dar forma a las razones y las sinrazones a las que atribuyo cómo pasé de la aprensión ante la perspectiva de la mudanza definitiva a la casa asaltada, a la felicidad y la tranquilidad que se alcancé al aceptar los hechos, tanto los favorables como los desfavorables, aceptar tanto la experiencia de lo vivido como el carácter de imprevisible que tiene lo por vivir.

El único mueble que el asaltante forzó fue el único que tenía cerradura. Y, por más que goce al imaginar su desconcierto al ver que el contenido del mueble forzado consistía en cuadernos escritos; por más que goce ante la frustración que el asaltante habrá experimentado al ver con qué material le pagaba la vida el esfuerzo, la expectativa, la avidez que invirtió en el asalto, mi aprensión al ver a qué enorme riesgo había yo expuesto, al resguardarlos precisamente en un mueble con cerradura, mis diarios personales de toda la vida, advierto que no alcancé la tranquilidad ni la felicidad que digo que de pronto me sobrevino sino una vez que vacié el mueble violado y confirmé que ninguno de mis cuadernos había sido sustraído.