Opinión
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La estampida
C

ontra lo que suelen pensar muchos, el Estado nacional mexicano nunca pudo, tal vez ni quiso, someter a sus ciudadanos a un estricto y vertical control, político e ideológico. Eso quedó más bien para los pocos que soñaban con replicar la experiencia soviética o, peor aún, importar los lemas y formatos populistas que dieron sostén e impulso a los fascismos que devastaron lo que quedaba de democracia liberal y capitalismo en Europa.

Aquellos fueron años de angustia y aprendizaje; puesta en acto de imaginaciones sociológicas, que diría el inolvidable C. Wright Mills, así como de invención o reedición de formatos políticos capaces de combinar organización social con libertad individual, siempre vigilada por los organismos y personeros del Estado. De ahí provino la convocatoria callista a los revolucionarios para acuerparse en un partido nacional revolucionario y luego la gran iniciativa popular y reformista de base del presidente Cárdenas y su Partido de la Revolución Mexicana. Lo que importaba era encauzar el tropel de reclamos redistributivos y justicieros.

Con los profundos cambios derivados de la Segunda Guerra y del mundo post Gran Depresión, los Estados buscaron normalizase y, a la vez, construir mecanismos político económicos, con democracia, crecimiento y modernización capitalistas. Y así emergieron los varios Estados de Bienestar y sus correlatos subdesarrollados, México entre los primeros y con más pujanza en los iniciales lustros de la época.

Con el Instituto Mexicano del Seguro Social y más tarde del Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado, junto con el despliegue siempre dosificado de la reforma agraria y su galaxia de ejidos y comunidades, se ofreció bienestar y protección social, accesos insuficientes pero en cierta medida eficaces a la salud pública, en tanto que los salarios mínimos se establecían por ley y la negociación se implantaba como política de Estado para luego ser devorada por la rutina y el cálculo estabilizador. Luego, como diría el maestro Jesús Silva Herzog en célebre discurso universitario después del dos de octubre de 1968, todo cambió. Y no para bien.

La democratización representativa del Estado se dio a cuentagotas y el cambio estructural de la economía resintió mudanzas abruptas de orientación y perspectivas. En vez de sostenerlo en la riqueza petrolera para cambiar por los márgenes y modernizar con pausa, como lo proponía el Plan de Desarrollo Industrial del gobierno del presidente López Portillo, se optó por un drástico giro de timón y, de estar cuidada en exceso, la economía se abrió con mucha prisa. Y el Estado se jibarizó, como diría Fernando Fanjzylber.

Vino la fase de contracción de las potencialidades del crecimiento, y desde la cumbre del poder político se reorganizó el lenguaje y se sometió a la sociedad a un régimen de arbitraria e injusta austeridad, justificado en el pronto pago de la deuda externa que se volvió una política del desperdicio.

La era de la redistribución de los frutos económicos no ha llegado. Magros, como han sido, los resultados se han concentrado. Las veleidades económicas se han trocado en desventuras y crueldades, extravíos en la visión y la conducción, e invisibilidad o, de plano, el mutis de los actores por excelencia del drama y la aventura del desarrollo. Y así estamos sin acabar de entender que urge intentar una determinación de objetivos que nos vinculen y comprometan a nuevas escalas de prioridades nacionales. Hacer recuentos de fortalezas y debilidades para evaluar nuestro proyecto y ser capaces de rectificar el rumbo.

Por lo pronto, con Trump por delante, se oyen a los lejos los cascos de una estampida. ¡Cuidado!