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Arriban marinos a Tapachula en medio de incesantes expulsiones de sin papeles
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▲ Una niña observa la llegada, ayer, de marinos para resguardar la estación migratoria Siglo XXI, en Tapachula.Foto Luis Castillo
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Periódico La Jornada
Domingo 19 de mayo de 2019, p. 4

Tapachula, Chis., Tras el tumulto de antier por la tarde a las puertas de la estación migratoria Siglo XXI, protagonizado por haitianos y africanos, con la meta común de ingresar pero en fricción, casi enfrentamiento entre ellos, esta mañana llegó un batallón de la Armada, se instaló una hora bajo los toldos de la Policía Federal y al mediodía ingresó a la sede migratoria marchando sinuosamente entre las tiendas de campaña de las familias haitianas que acampan directamente en la explanada. Al tiempo también ingresaba un autobús turístico con agentes migratorios, para subir a los centroamericanos que serán deportados hoy. Porque de uno y otro modo, por aire y tierra, no paran las expulsiones de personas extranjeras sin papeles que ingresan al país por la frontera con Guatemala.

Son tantas las historias simultáneas que convergen aquí. En casas y portales en los barrios vecinos a la estación migratoria, decenas de familias haitianas y de origen africano rentan espacios mientras esperan respuesta a sus solicitudes de refugio, o la regularización migratoria. Los hay que llevan 20 días, como Lulú, y los que llevan meses. En un curioso portuñol con acento creole, esta robusta y expansiva haitiana cuenta que ya fue ilegal tres años en Santa Catarina, Brasil, y otro tanto en Chile, de donde se embarcó a la travesía continental que converge en Darién, cruza el istmo de Centroamérica, desemboca en Chiapas y tira más al norte. Pero aquí se despliega todo un aparato que intercepta a estos viajeros de la necesidad.

La bronca del viernes por la tarde se enfrío un tanto con la lluvia, y otro tanto con el ingreso de solicitantes. Los haitianos se quejaban como siempre del favoritismo por los africanos. Un grupo de hindúes procuraba no envolverse en disputas pero, como muchos, aguardaban su regularización. Entre las vallas metálicas, familias y grupos pululaban y muchos avanzaban hacia la pequeña puerta de la oficina migratoria en oleadas que hacían sudar la gota gorda, literalmente, al personal del Instituto Nacional de Migración. Los policías antimotines, con sus escudos, se mantuvieron a la distancia.

Inconforme, pero no enojada

Esta mañana está más despejado el panorama. Lulú, quien vive con sus hijos y su esposo en una casa ladera abajo, en la proximidad del río Coatán, se dice inconforme, pero no enojada; estamos acostumbrados a ser los últimos y se alza de hombros con una risa. De pronto se le ocurre mostrarme el testículo izquierdo de su hijo mayor (ocho años), visiblemente hinchado. Así se puso en Darién y no se le quita. Le duele. Otras mujeres le aconsejan en un francés casi impenetrable que no hable con la prensa, pero las desoye con desenfado, aunque no permite ser fotografiada.

Por aquí, colonia El Girasol, deambulan los migrantes que han rentado espacios, a veces meros cobertizos, para esperar papeles, o redada. Arriba, a orillas de la carretera, una madre congoleña y barbuda agradece llorando una bolsa con pan y leche para sus pequeños. A pocos pasos concluye un servicio religioso en el Templo Adventista del Séptimo Día de donde salen los feligreses, población local, que evitan contacto con las mujeres y los niños africanos allí acampados.

Sobre la carretera, en el idioma de las camisetas, las mujeres expresan cosas como I’m Colour Blind, Pretty Girls Fight o Halfway to Good Times. Desposeídas como todos, no descuidan su apariencia. Ni los varones. Hay tres o cuatro peluqueros dando servicio sin descanso, entre fondas y enramadas. Antier, al tiempo del tumulto, a unos 200 metros transcurría un baile movidísimo y caribeño al son de reggae y música haitiana. Aun esperando, la vida no tiene por qué detenerse.

Muy diferente es la situación de una joven salvadoreña, con cinco años de radicar en Tapachula, un hijo mexicano de cuatro y uno mayor. Su esposo obtuvo hace 18 meses un permiso de residencia temporal por cuatro años, que le ha permitido trabajar. Hace 20 días (parece número mágico, todos lo repiten) estaba de compras, cargando cuatro bultos, entre ellos una licuadora nueva, cuando fue detenido por agentes de Migración y remitido a la estación Siglo XXI. La mujer, que se reserva su nombre, refiere que días atrás habían asaltado a su cónyuge, le robaron la cartera con el permiso, y al ser detenido estaba tramitando otro. Aunque aparece en los registros, sigue encerrado e incomunicado y podrían deportarlo en breve.

Ella lo ha visto una sola vez. Dice que las condiciones adentro son malas. ¿Ve los cubanos que hicieron motín? Fue por las condiciones. Ya eran las 4 de la tarde y no les habían dado comida en todo el día. Intentó recuperar las pertenecias de su esposo, pero desaparecieron allá adentro, señala con la cabeza al inmenso recinto que, mientras lo vuelven albergue (Sánchez Cordero dixit), sigue funcionando como reclusorio para extranjeros irregulares. Ante el desinterés del consulado salvadoreño y la hostilidad de los derechos humanos oficiales, acudió al Fray Matías de Córdova y espera al menos impedir la deportación del padre de sus hijos. Concluye la plática para contestar una llamada de su padre por Skype desde San Salvador.

Tendederos como banderas. Pe­queños grifos como regaderas para niños y jóvenes cubiertos de espuma. Racimos de pequeñas tiendas de campaña y plásticos con cuatro lazos. Cobijas y colchonetas arrimadas a los muros de la sede migratoria y un cementerio vecino. Babel transcurre entre un adentro y un afuera que se confunden. A veces los migrantes son como abejas fuera del frasco, queriendo entrar; otras, cubanos y hondureños buscan cómo salir del frasco. Un lío.