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El estante de lo insólito

Jesús Helguera. El arte encendido

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▲ Ilustración Manjarrez / @Flores Manjarrez

La obra de Helguera funciona en los años de la confianza política en el nacionalismo, cuando aún se cree en la defensa de las tradiciones idealizadas. El programa es elocuente: depositemos la esperanza en un mañana idéntico al ayer, donde la pureza sea consecuencia de días y años y existencias que se repiten.

Carlos Monsiváis. Los rituales del caos.

A

ntes de que los calendarios se relegaran a postales de cartera, hojas en agenda y aplicación en teléfonos celulares, decoraban negocios y hogares en que se les marcaba como evitando que el tiempo actuara sin el dictado de las ocupaciones de la gente. Las fábricas de calendarios eran muchas, eran grandes y competían en distribución, promoción y empaque, lo que significaba poner frases, fotografías, carteles, horóscopos o cualquier cosa que resultara atractiva para los compradores. La Compañía Cigarrera la Moderna se hizo de los trabajos de un pintor poco conocido que hizo una galería entera de estampas mexicanas, con un colorido y calidad de trazo y armonía estética que los volvieron consentidos y piezas de colección. Las imágenes eran muy atractivas, muy mexicanas, muy bien hechas y muy atesorables en el arte popular. Pero, ¿de dónde apareció ese artista? ¿Quién era Jesús Helguera?

Pequeño en el exilio

Jesús nació en Chihuahua, Chihuahua, el 8 de mayo de 1910. Hijo de la mexicana María Espinoza Escarzaga y del español Álvaro de la Helguera García. Sus primeros años se dividieron entre la capital del país y Córdoba, Veracruz, antes de que su padre decidiera tomar a la familia para ir a su país, escapando de las balas y desazones de la Revolución Mexicana. Se desconocen los detalles de su escape, las condiciones de la familia y su posición social antes de la fuga, pero sí se sabe que apenas con unos meses en España se asienta con los suyos en Madrid. Jesús se mimetiza pronto como uno más (varían las versiones, pero lo más probable es que tuviera siete, tal vez ocho años), pero lo que enfoca su vida es la inscripción en la Escuela de Arte y Oficios, y después su matrícula como alumno regular de la Academia de San Fernando, donde se hace de las técnicas que son vitrina de vocación y desahogo de una creatividad que no le cabría en la paleta en cuanto tuvo ocasión de mostrarse en plenitud.

Alrededor de los 10 años ya era considerado un prodigio. No importa si fue nombrado asistente o maestro de dibujo, pero la realidad es que aventajó a su generación infantil para exhibir una calidad gráfica que desconcertó a sus profesores, quienes lo alentaron para hacer de la enseñanza una perfección. Continuó con estudios y se hizo un ilustrador bien pagado en Madrid y Barcelona, antes de que la cátedra lo colocara como un maestro importante en Bilbao. La vida estaba hecha con esposa, dos hijos y una buena plaza laboral.

La otra guerra y el regreso

Pero como la inestabilidad de las sociedades es continua y el nomadismo familiar puede ser sino, Jesús Helguera pensó como sus padres cuando llegó la Guerra Civil Española. El equipaje que su familia cargó con más emoción y deseo de vivir que bultos fajados de bártulos cuando era un niño, fue similar al que Jesús armó con los suyos para ir de vuelta a México. Sonido de otros vapores acompañaron la embarcación que dejaba el oleaje para tocar puerto en su país, si bien es cierto que su corazón, dividido en sangre y vida, dejó una parte en España en 1938.

Afortunadamente encontró un país pujante, deseoso de dejar atrás las convulsiones que lo dividieron con heridas de traición y muerte, en los rieles de la industrialización y un marco muy importante de desarrollo artístico, terreno en el que fue seguidor de los muralistas mexicanos que trascendieron la estética como belleza de forma para dotarla de sentido social. Jesús comenzó laborando para la publicación Sucesos para todos, revista de buen tiraje y distribución. Fue contratado por la editorial Galas de México que le encargó su obra en exclusividad, misma que quedaría multiplicada y distribuida para siempre gracias al contrato con la Moderna, donde Helguera mostró el sentido de lo nacional como una apropiación del ensueño patrio, donde las fachadas pueden ser vetustas, pero las flores desbordan los techos mal alineados, y la sonrisa de la mujer mexicana es lo más cercano a la perfección. Las leyendas y los paisajes son vistos como la realidad del país, no una referencia poética, algo de lo que hizo la utopía dramática y visual del cine de Emilio El Indio Fernández. Para Helguera así era México. No hay serenatas pobretonas, sino charros con traje de gala (cuadro Las mañanitas), capa y espuela; con cuaco de garbo y músculo aguardando mientras el mariachi toca, con jacarandas que penden del balcón de la amada, quien posa para recibir los elogios de conquista, con pedestal de piedra como una proyección arquitectónica naturalista de los encuentros amatorios, peldaño vital para que el hombre de buen corazón suba la pierna y adquiera el hieratismo del amante certero.

Del mismo modo, para él el escudo nacional significa águila majestuosa sujetando a una serpiente empequeñecida, como un enemigo insignificante, mientras las garras del ave patria constriñen el nopal abierto con alas extendidas a un cielo de nube rojiza que delinea, claro está, el contorno del mapa nacional, con una piedra de fundación, con un volcán como testigo. Y así los niños sonríen y sus ropas pueden ser humildes pero sin heridas que roan la tela que protege el futuro del país. Las miradas de cada rostro tienen esperanza, alegría o júbilo. No es real, pero el deseo se impone como ilusión de lo posible.

La composición artística

Las composiciones suelen tener tres planos: un protagonista, normalmente mujeres (su esposa fue permanente modelo), aunque puede ser la Virgen de Guadalupe, la cara de la patria como mujer morena o los guerreros prehispánicos de musculatura granítica; un marco que determina el espacio o el concepto de la pintura, sea la herencia cultural azteca o el territorio de batalla (en la Conquista o la Independencia), y un fondo como perspectiva fugada que puede ser la catedral del lugar (la formación católica de un fervoroso Helguera dota a su obra de identidad cristiana y atributos de la fe), el verdor del territorio campirano, las huestes militares en espera, el lago o la plaza taurina; a veces, brumosos colores que se funden con paredes, grecas o texturas indefinidas. Tres componentes que se construyen como el todo que suma los datos formativos de una idea. Lo que delinea el mito de los volcanes con el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl como mujer y hombre cuyo amor decanta el horizonte del centro del país (cuadros La leyenda de los volcanes I y II), la imagen realista de un Juan Escutia de frente, ensangrentada contra las rocas del perímetro poco imaginado del Castillo de Chapultepec.

El viaje por México

Para hacer las pinturas, Helguera y el equipo de la empresa hicieron un método en el que se seleccionaba un tema con lineamientos básicos, y entonces Jesús ponía toda su imaginación y técnica para llegar al objetivo. Pero para hacerlo a profundidad había que saber qué, dónde y cómo, así que recorrieron el país para recuperar ideas, condensar las crónicas, ritos, tradiciones y folclorismos mexicanos, y tener mucho más que nociones, los datos reales y fotografías que hacían de conocimiento postal de lo tangible. Esos viajes fueron la oportunidad de Helguera para rencontrarse con su propia vida truncada en infancia de revueltas. Aquel barco que se lo llevó a España abrió la formación de su conocimiento, pero le quitó la patria. Andar entre pueblos y lomos de caballo lo llenó del nacionalismo que fue la gota más pesada de sus pinceles. Lo que ya sabía sobre una costumbre, un atuendo, un color, lo convertía en algo de otra dimensión, como su cuadro La carreta de tehuanas, donde las caras son impolutas, con una mujer situada en derecha superior enmarcada como figura angelical por hojas de palma, con ostentoso buey con flores en inferior primer plano a la izquierda y el andar de cabalgata que no deforma la belleza de los vestidos. Son belleza multiétnica, no sólo son oaxaqueñas porque son mexicanas, así que pertenecen, más allá del accidente de su geografía. Así que hay costumbrismos pero también hay creación, incidencia que rompe las figuraciones regionales.

El romanticismo no es sólo de parejas que no dejan de verse, sino lo romántico de un país, de amor familiar (ahí está 10 de Mayo en que tres generaciones concluyen), de herencias guerreras, de leyendas cuna, de atuendos modelo, de cabalgatas eternas, de preparación para la batalla (estupendo el cuadro Volveré, con hombre asistido por su mujer para enfundarse carrilleras de balas mientras sus colegas aguardan en entrada de la cueva para ir a la bola revolucionaria mientras su anciana madre reza y el hijo duerme en el suelo), de charros en serenatas (hay muchos cuadros con esos motivos) que pueden ser de descanso en campo de pelea, de fiesta o de una melancolía de nublados en el impecable Serenata, poco a poquito, donde ella permanece con ojos cerrados y el cantor de guitarra al frente tiene sombreo que le cubre el rostro mientras la ve. ¿Se apenan de verse? ¿Hay algo inmaterial que les atormenta? ¿Es el cielo aborregado una amenaza cernida sobre los amantes que se relajan ante maguey (con punta rota) y piedra, mientras un cántaro, tal vez vacío, se asienta en el suelo?

Ruinas, pirámides, haciendas, siembras, mercados, jardines, iglesias, montañas y hasta suertes charras, todo está en el México de tres décadas. Quizá como el custodio eterno queda aquel hercúleo con taparrabo, brazaletes, capa voladora, penacho y tenso arco con flecha apuntando a un objetivo ultraterreno: El flechado r del cielo, el que lucha o protege mientras la bella duerme (¿acaso está muerta y él apunta para cobrar venganza?). Jesús nunca se creyó un gran artista, pero su trabajo no era ni por mucho simple. Y esa utopía de la belleza nacional creó escuela y enalteció memoria de formas, usos y héroes. Sigue siendo en muchos modos parte de México, donde la agria realidad aún no colapsa los colores de esos sueños.