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Pío XII: ¿ángel o demonio?
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odas las realizaciones y frustraciones del homo sapiens-sapiens surgieron de tenaces contradicciones entre la razón y la fe. Sin embargo, conviene colgar una herradura en la puerta de casa, ya que pronunciarse en favor de la una o la otra revelaría, cuanto menos, maniqueísmo y estrechez de miras.

¿Se puede, categóricamente, criticar a los que con razones y argumentos sostienen que el papa Pío XII (Eugenio Pacelli, 1876-1958), tuvo responsabilidad en los crímenes del nazifascismo (1939-45)? ¿Se puede, categóricamente, a los que llenos de fe y devoción niegan tal complicidad? ¿Conviene, mejor, no preguntar?

De lo que no hay duda es que Eugenio Pacelli la tuvo difícil, siendo testigo y protagonista decisivo en el siglo más tenebroso de la humanidad: primera y segunda guerras mundiales, revolución bolchevique, ascenso de Hitler y Mussolini, genocidio de armenios y judíos, y gran lucha ideológica de la Iglesia contra el racismo y el ateísmo científicos.

En suma, un siglo en el que, según el filósofo italiano Giorgi Agamben, el homo sapiens-sapiens fue progresivamente vencido por el homo-sacer, negando la razón, humillando la fe y logrando que vida y muerte carecieran, científicamente, de valor alguno.

Desde su conversión en religión oficial del imperio romano (380 dC), la Iglesia católica apostólica, romana y universal, monitoreó el curso de la llamada civilización occidental y cristiana. Y desde Pedro (el primer Papa (I dC), tuvo 266 pontífices que parecen haberse regido por una máxima que se atribuye a los jesuitas: la mano derecha no debe saber lo que hace la izquierda.

De ahí, su fuerza institucional y política. Pero algunos papas dieron qué hablar. Mi favorito, por ejemplo, es el valenciano Alejandro VI (Rodrigo de Borja o Borgia, 1431-1503). Sus enemigos decían que compartía el lecho con Lucrecia, su hija. Quien a su vez le hacía un lugarcito a su hermano César. Chismes de convento. Alejandro VI y César (modelo político de Maquiavelo) fueron tan sólo expertos en venenos varios para eliminar a sus competidores sin dejar rastros.

Otros, en cambio, trascendieron por su rígida observancia. Como el veneciano Clemente XIII (1758-1769), quien ordenó colocar hojas de higuera sobre los genitales de las estatuas del Vaticano. Y en el último siglo y medio, el periodismo bautizó a los prelados con distintos apodos: el papa obrero (León XIII, 1878-1903); el bueno (Juan XXIII, 1958-63); el nazi (Benedicto XVI, 2005-13), o el de la sonrisa (Juan Pablo I, 1978), a quien le sirvieron un tecito medio cargado, permitiendo la llegada al trono de Pedro del papa neoliberal Juan Pablo II (1978-2005).

¿Cuán atinado sería calificar a Pío XII Papa de Hitler? Francisco (¿el papa populista?) no está de acuerdo con ese apodo. Y con el fin de aclarar el asunto, anunció la apertura de los intrincados archivos del Vaticano, previsto el 2 de marzo de 2020. En todo caso, quizá aparezca el misterioso anteproyecto de encíclica que el jesuita estadunidense John La Farge, trató de entregar en mano a Pío XI (Achille Damiano Datti, 1922-39, antecesor de Pío XII).

Según la investigación del alemán Gustav Gundlach y el francés Gustav Desbuquois (jesuitas), La Fargue respondía al macartista cardenal de la Compañía Francis Spellman, vicario apostólico de las fuerzas armadas de Estados Unidos, y mejor conocido como el cardenal monedero o cardinal mo­neybags (La encíclica misteriosa, El País de España, 15/6/1997).

Descendiente de Benjamin Franklin por línea materna, liberal en el sentido anglosajón del término, y colaborador de Martin Luther King, Lafargue condenó el racismo y el antisemitismo en su documento. Pero el borrador (destinado al papa Pío XI) fue entregado al jesuita polaco Vladimir Ledochowski, general de la Compañía poco interesado en molestar a Hitler, pues consideraba que el mayor peligro era el comunismo soviético, y cualquier pronunciamiento podía perjudicar a los católicos polacos.

El caso es que Pío XI se murió, y el documento que al parecer Pío XII no habría conocido, desapareció. Algo complicado de tragar, de acuerdo con la comisión internacional de historiadores católicos y judíos que en 2000 (año del Jubileo), revisó 11 volúmenes de documentos ya divulgados por el Vaticano. Y a los que Juan Pablo II, negó el libre acceso a los archivos que Francisco prometió dar a conocer.