Opinión
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Mar de Historias

De pequeño formato

A

quí, por las mañanas, hay horario para todo: levantarse, ir al comedor, el paseo matinal, la terapia, la consulta médica, el refrigerio del mediodía, la comida. Después, las reglas se vuelven flexibles. De cuatro de la tarde a siete de la noche los huéspedes están en libertad de hacer lo que quieran, inclusive salir; sin embargo, siempre acaban sujetándose a las rutinas que han seguido durante los años que llevan viviendo en la residencia.

Perla, Emigdio, Teresa y Juan Manuel se van al salón de usos múltiples para jugar brisca con una desgastada baraja española y fortalecer la emoción cruzando apuestas con frijoles. Argentina y Cosme se acomodan en la banca de siempre y se pasan las horas conversando acerca de los mismos temas. (Lo sé porque, cuando paso frente a ellos, los escucho.) Aurelia recorre el jardín para levantar las ramas y las hojas caídas de los árboles: materiales con que hace los hermosos dechados que tapizan las paredes de su cuarto: un jardín muerto. Mauricio, Julio y René se instalan en el merendero para comentar las noticias en el periódico de ayer o de antier. Dicen que a estas alturas de su vida les da lo mismo de qué mes o qué día sean. A fin de cuentas siempre ocurre lo mismo y todas las historias terminan igual.

Luego de tantos años de convivencia, los huéspedes han acabado por contagiarme. Tampoco se me ocurre alterar mi rutina, ni siquiera los domingos. Es mi día de descanso. Tengo derecho a usarlo como quiera --salir de compras, meterme al cine, hacer una visita– y sin embargo repito mis acciones del diario. Aquí todos actuamos como si nos apegáramos a un libreto. ¿Quién lo escribió? El tiempo. ¿Quién dirige la escena? No lo sé.

II

Cuando se dio cuenta de que a su edad ya era imposible que viviera sola, Paulina decidió cambiarse a una residencia para ancianos. Allí tendría con quien hablar y todos los servicios, pero menos espacio que en su departamento. Sus nuevas circunstancias la obligaban a deshacerse de muchas cosas –algunas francamente inútiles– y a ordenar sus papeles. Verlos significaba un encuentro con el pasado, tuvo miedo de la experiencia y fue postergando la tarea hasta muy poco antes de la mudanza.

Guardaba sus papeles en un maletín de terciopelo que le había regalado su hermana Lidia. Enseguida la recordó como si estuviera mirándola en el retrato que le tomaron el día de su boda: sonriente, jovial, ilusionada con su nueva vida.

Por desgracia, en la casa paterna surgieron problemas económicos, hubo desacuerdos y estallidos de violencia de los que Paulina huía refugiándose en la casa de su hermana. Imposible seguir así. Buscó un trabajo y un cuarto adonde irse. Su ritmo de actividad y nuevos intereses acaparaban su tiempo.

De pronto –sin motivo aparente– Lidia empezó a cambiar con ella. Cuando Paulina podía ir a visitarla ella ponía pretextos para no verla; muchas veces no le tomaba las llamadas telefónicas, pero si llegaba a hacerlo su charla era breve y su tono áspero y desdeñoso. Paulina nunca se atrevió a pedir explicaciones, pero al fin, humillada por el hermetismo y el constante rechazo, adoptó el comportamiento de su hermana.

La muerte de sus padres ahondó su distanciamiento. Durante años no volvieron a verse ni a tener noticias. Paulina se enteró de su muerte un domingo, por el obituario del periódico. Horrorizada llamó a su casa. Le contestó una mujer que no quiso dar respuesta a sus preguntas: ¿Desde cuándo estaba enferma? “¿De qué murió?“ ¿Dónde la están velando? Quiero ir a despedirme. El rechazo fue brutal: Su hermana me ordenó que, si usted llamaba, no le dijera nada. Y perdóneme, pero tengo que colgar.

El primer impulso de Paulina fue insistir, pero al final renunció. Aunque le doliera hasta lo más profundo tenía que respetar la última voluntad de su hermana. La ingrata experiencia multiplicó la sensación de abandono sufrida durante tanto tiempo y se impuso el deber de olvidarlo todo.

Lo consiguió en buena medida, pero en el momento de abrir la maleta donde tenía guardados sus papeles, lloró la ausencia de Lidia como no lo había hecho antes. Cuando al fin logró serenarse tomó un sobre con una cenefa tricolor y su nombre, como destinataria, borrado a medias. Sacó la carta que contenía. Supo que era de su abuela desde que leyó la primera línea: Espero que al recibir la presente se encuentren bien, como nosotros por acá, a.d.g...

Paulina encontró muchas otras semejantes. Más que leerlas, las acariciaba preguntándose cómo era posible que los papeles duraran más que las personas. Ansiosa por terminar con una labor tan difícil, eligió entre el resto de los sobres uno que estaba cerrado y dirigido a ella. Enseguida reconoció la letra de su hermana. ¿Cómo pudo no abrirla y por qué no la había visto?

Temblando desgarró el sobre y sacó un papel –evidentemente arrancado de prisa– con un mensaje escrito: No sé cuándo te llegará esta carta. Quiero que sepas una cosa: aunque nunca volvamos a vernos, seguiré queriéndote mucho y siempre estaré a tu lado para cuando me necesites. Paulina miró la fecha: marzo de l963. De entonces a la fecha habían transcurrido casi sesenta años y, sin embargo, volvió a sentirse más acompañada y protegida que nunca por Paulina: su hermana, su amiga, su confidente.

IV

Cuando iba rumbo a la capilla, Guadalupe sintió que algo le caía en el cabello. Pensó que era un insecto o algún regalito de los que siempre dejan caer las palomas. Nada de eso. Era una flor de jacaranda: la hermosa, pequeña y puntual anunciante de la Semana Santa. Guadalupe recordó que esos días de luto y silencio llegaban a su pueblo sofocados por un calor intenso y espesas tolvaneras que lo opacaban todo, menos el tañido de las campanas.