![]() |
![]() |
![]() |
![]() |
![]() |
![]() |
![]() |
![]() Número 231 |
![]() |
![]() Joaquín hurtado Alameda Para Braulio Peralta. El pequeño oasis urbano da refugio a parvadas de loros gritones y hombres sin futuro. Los desempleados matan el aburrimiento conversando, rebuscan en los diarios las escasas ofertas laborales, se curan la cruda tirados en el pastito, se despiojan debajo de los árboles centenarios. Los hombres que me interesan están ocupados en largos y apasionados diálogos con sus camaradas. No me atrevo a irrumpir en la soledad de alguno, respeto su sagrado sueño. Me divierto con los destellos verdes de los loros retozones. En un andador diagonal, esquina sureste, se desocupa una banca. Apuro mis pasos, codicio su privilegiada ubicación bajo un ahuehuete. Otro día de canícula. Un tipo con cara triste, mochila al hombro y camiseta manchada de grasa me gana el tiro. Muy cortés le pregunto si puedo ocupar el otro extremo libre del asiento. Él sonríe y sólo levanta los hombros. Traduzco por la vía afirmativa. Es mi derecho sentarme a su lado. Empiezo a hacer mi lucha. Abro un huequito en su digno mutismo con el infalible tema del clima, qué calor. Ya vienen las lluvias, contesta. Su acento es fuereño. Inquiero: ¿Eres de acá? El responde soy de Honduras, busco regresar a Estados Unidos, me deportó la migra. Suspiros. Me da su mano y se presenta. Me dice un nombre y lo olvido. Le doy el mío y él hace lo mismo. Nos ponemos a medir distancias y a construir murallas para luego demolerlas: le gusta toda clase de música. Hermosa y rara casualidad, a mí también. No puedo quitar los ojos de sus zapatos deportivos. Rotos, sucios, agónicos. Me gusta esa marca de tenis, suelto. Son muy cómodos, repone. Me avergüenza mi par de zapatos acojinados que compré en Europa. Él parece no notar mi desazón. Abunda: me gustaba mi trabajo, construía casas en Miami, mi esposa tiene cáncer, dejé un hijo en Atlanta, ya no sé nada de él. Yo también tengo un hijo, coincido, vive en el extranjero, anda muy lejos, se acaba de casar. Los viejos nos metemos en la dialéctica sin salida del nido vacío. Qué patético, me recrimino. Él se pone de pie, estira sus brazos. Es más bajo que yo, delgado pero con músculos fibrosos. Buenas nalgas. Bosteza, frota su entrepierna. Pongo mis ojos a navegar sin rumbo. Hierve la sangre. Administro perfectamente mis inconfesables apetencias. Se aproxima un caballero con pinta de burócrata, trae un portafolios negro, luce peluquín rubio estilo Donald Trump. Su caminar es muy afeminado, su maquillaje cómico. Sus ojos devoran el cuerpo de mi amigo. Lo juzgo mentalmente: es otra señorona que busca macho. Al pasar frente a nosotros el Trump tropieza con un adoquín. Trastabilla. Se detiene, se recompone, voltea en todas direcciones. Con la cara enrojecida me fulmina: ¡debería darte pena, sidosa! Mis planes eróticos se evaporan. El incidente nos ensombrece el ánimo. Saco de mi bolsillo dos monedas. Se las regalo al migrante y me retiro.
|
![]() |
![]() |
![]() |
|
![]() |
||||||
![]() |