Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 30 de agosto de 2015 Num: 1069

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Hablar sobre
Pedro Páramo

Guillermo Samperio

Instantánea
Marcos García Caballero

Kati Horna, vanguardia
y teatralización

Adriana Cortés Koloffon entrevista
con José Antonio Rodríguez

Asbesto: un
asesino en casa

Fabrizio Lorusso

Uno más de
esos demonios

Edgar Aguilar

¡Gutiérrez Vega, a escena!
Francisco Hernández

Manuel Ahumada,
testimonio y transgresión

Hugo José Suárez

Leer

ARTE y PENSAMIENTO:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
De Paso
Ricardo Yáñez
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
Galería
Jaime Muñoz Vargas
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Jaime Muñoz Vargas

Sims y la suegra

George Robert Sims (Inglaterra, 1847- 1922) fue un escritor prolífico y reconocido (y muy bien pagado) en vida, que lo mismo hacía teatro que novela, poesía, cuento policíaco que periodismo. Además, era un bon vivant que se casó tres veces y enviudó dos. De ahí que su libro Memorias de una suegra sea no sólo una divertida serie de historias armadas bajo la apariencia de una novela, sino también una ventana a la sociedad inglesa de finales del siglo XIX, especialmente de la clase media. Todo bajo el lente de la sátira implacable.

Con las memorias de la inexistente Jane Tressider, abuela de diez nietos y suegra de varios yernos y nueras, nos adentramos en estas familias numerosas donde se dan varias posibilidades de matrimonios: el trabajador con la derrochadora, la amable con el neurótico, el vago con la nuera soñada por la controladora suegra, etcétera.

La suegra, blanco perfecto para todos los repudios literarios, toma revancha bajo la pluma muy eficaz de Sims, que recrea las disputas familiares entre yernos y nueras con la suegra impositiva, pero bajo la óptica de ésta, quien con su experiencia es capaz de advertir los errores que cometerán las nuevas parejas, pero que se limita a mirar cuando no es requerida o cuando es francamente repudiada. Y, claro está, terminamos convencidos de que una buena suegra empieza por ser prudente, pero nunca deja de ser crítica de las desgracias ajenas. Además, tenemos otros personajes que arruinan la vida de esos casados en sus primeras experiencias: los arrendadores abusivos que firman contratos por varios años para forzar a los inquilinos a pagar las composturas de los vicios ocultos del inmueble; los vecinos capaces de mandar ratas muertas al yerno alemán que no logra la simpatía de nadie en el vecindario; los vendedores que engañan descaradamente a los maridos despistados; el vicario abusivo que lucra con el puesto. A su vez, están quienes se sienten de un mejor nivel social, como la servidumbre ladrona y controladora contra la que lucha la suegra escribiente y en cuyas garras caen el hijo y la nuera; los empresarios voraces que engañan a quien se deje, etcétera.

La narradora se asume como la salvadora de su hogar. El marido será muy bueno para trabajar, dice, pero para las cosas cotidianas y del servicio doméstico, es un inútil. Por eso debe salir al paso, incluso para ir a devolver las compras mal hechas por el marido, que a ratos es paciente y a ratos vive apabullado por la patrona conyugal. Ella toma postura para “defender la casa de la más maligna de las razas sobre la capa de la tierra” y lo hace sin importar las consecuencias: “Siempre he dicho lo que pensaba y desde luego no voy a empezar ahora a medir mis palabras.” Y no lo hace, aunque con ello evidencie los propios apetitos económicos: le hacen la ronda a la tía solterona rica y le ponen su nombre a uno de los hijos, en espera de que lo herede, pero la tía es una pesadilla y cuando la escritora Tressider pone en su lugar a la anciana, ella se va y la autora se queda con una hija con un nombre terrible.

Como buen autor de su época, Sims se burla de cuestiones económicas y de costumbres dentro de la familia, pero no habla de aspectos sexuales. Parte de la eficacia del texto reside en dar por reales a los personajes, quienes se quejan de la autora por sus escritos supuestamente publicados, que han expuesto las desventuras familiares y los desatinos de sus integrantes, dejando claro cómo cada uno de ellos (y todos los humanos) tenemos ciertas particularidades que a un espectador serán reprochables, como caminar siempre de un lado de la acera, no poder dejar de tocar los timbres de las casas, no poder dejar de tocar las alarmas de los trenes, ser cleptómano y muchas similares. Y nos recuerda conductas que nunca cambian: los niños repiten las pelandrujadas de los padres, evidenciándolos en el peor momento y lugar como unos malhablados. Desliza sus conocimientos de criminología para burlarse de las políticas de reinserción social: uno de los hijos convence al ladrón de que se comporte, con sólo tratarlo amablemente.

Lo más destacable del texto es advertir cómo esas maneras clasistas se siguen repitiendo en latitudes como la nuestra, bajo los mismos argumentos de la alcurnia social mal entendida, la necedad de imponer el propio punto de vista y, sobre todo, la condición humana como risible en tanto errática, pues, finalmente, “no es razonable esperar que todos los matrimonios sean felices”.