Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 14 de diciembre de 2014 Num: 1032

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Narrar para resistir
Esther Andradi entrevista
con Nora Strejilevich

Las posadas
Leandro Arellano

Tres poetas:
Antony Phelps,
Horacio Benavides y
Xavier Oquendo

Marco Antonio Campos

Bestiario adentro
Adolfo Echeverría

El nuevo Tao o
la iluminación final

Alejandro Pescador

Después de la Muestra
Carlos Bonfil

Algunos encuentros
Juan Manuel Roca

Leer

Columnas:
Galerķa
Ingrid Suckaer
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Prosaismos
Orlando Ortiz
Cinexcusas
Luis Tovar


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La Jornada Semanal

 
 

Hugo Gutiérrez Vega

Ardor Guerrero

Estudié la primaria, la secundaria y la preparatoria en el Instituto de Ciencias, colegio que dirigían los jesuitas en Guadalajara, la ciudad capital del talante reaccionario y la madre cruel y generosa de todas las cristiadas habidas y por haber. Los jesuitas de aquella época estaban todavía muy cerca del militarismo loyoliano y varios eran de origen español y, de alguna manera, habían participado del lado de los nacionales en el levantamiento del espadón y sus secuaces. Por esta razón manejaban en sus clases y en los actos culturales la retórica de la Falange, los recursos oratorios de José Antonio Primo de Rivera y las fanfarronadas de Onésimo Redondo, el líder de las nefastas JONS. Recuerdo al padre Ortiz de Montellano, pariente del poeta de los Contemporáneos, que fue el autor de la letra belicosa y sangrienta del Himno del Colegio. La música era la del himno de la infantería española. Cantábamos este esperpento todos los viernes y nos reíamos por lo bajo de su beligerancia y de sus ripios. Todavía hace algunos años, Claudio Favier y este bazarista recordaban, en la dehesa de extremadura, los versos más feroces del himno: “Nuestro anhelo es tu grandeza,/ que seas noble y fuerte,/ y por verte querida y honrada/ contentos tus hijos/ irán a la muerte./ Si al caer en lucha fiera/ ven flotar victoriosa la bandera,/ ante esa visión postrera/ orgullosos morirán.” El himno nacional tiene también su cuota de hemoglobina y su homenaje al guerrero inmortal de Zempoala que no era otro más que don Antonio López de Santa Anna. Por otra parte, en las iglesias de la ciudad se seguían cantando los himnos cristeros: “Que viva mi cristo,/ que viva mi rey/, que impere triunfante/ por siempre su ley./ Viva Cristo Rey./ Viva Cristo Rey.”

La biblioteca del colegio estaba llena de hagiofragías falangistas y cristeras. Tengo muy presente la siniestramente cursi novela del rosáceo Rafael Pérez y Pérez. Se titulaba Dos Españas y su argumento mucho tenía de Televisa y poco de prosodia: un joven rubio y de ojos azules, miembro de una organización juvenil católica, se iba a la guerra para pelear al lado del caudillo enano que acababa de recibir la bendición del jurásico Arzobispo de Toledo. El jerarca no sólo había bendecido a los asesinos, sino a sus armas. La escena de la lluvia de agua bendita sobre los cañones y las ametralladoras no tenía desperdicio. El joven aprendió a pilotear un avión, alemán por supuesto, e hizo estragos en la aviación republicana. Terminada la contienda regresó a su pueblo valenciano, fue recibido como héroe, lo atiborraron de paella y de melones, se casó con su férreamente casta noviecita y un crepúsculo mediterráneo inauguró sus años de santa y comedida felicidad. La novelística cristera era muy parecida. Héctor, escrita con seudónimo por el canónigo Ramírez de la catedral de Durango, otorgaba la santidad anticipada a un joven de buena familia que se fue a pelear a la cristiada. Entre tantos santos y santas era difícil explicarse los aspectos más violentos y crueles de las dos cristiadas y de la “cruzada nacional”.

En el caso de México, sólo las novelas de Guadalupe de Anda, Los cristeros y Los bragados y el texto de Jesús Goytortúa, Pensativa, entregaban un testimonio claro y objetivo de las guerras fratricidas.

Tengo en la memoria a dos jesuitas cuya actitud contrastaba con la posición oficial de la Compañía, Porfirio Miranda y Pablo Latapí. Ambos pioneros de la Teología de la Liberación. Gracias a ellos brillaba en la oscuridad conservadora una pequeña luz de racionalidad, de libertad y de justicia. El resto de la vida académica ostentaba las manchas de una retórica tan cruel como los hechos que provocaba.

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