Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 7 de diciembre de 2014 Num: 1031

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Ningún país es mi país
Gustavo Ogarrio

Tu nombre en una
lata de refresco

Rodrigo Megchún Rivera

La polifonía pictórica
de Kandinsky

Germaine Gómez Haro

Educación
Takis Varvitsiotis

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]
@JornadaSemanal
La Jornada Semanal

 

Verónica Murguía

El miedo

El miedo es, quizás, el más primario de los impulsos. Todos, con excepción de los psicópatas, hemos tenido miedo. Hay gente a la que le cuesta sentir empatía; otros desconocen el amor fraternal, el anhelo religioso, la ternura o el impulso creador. Existen los serenos y los coléricos. No así el miedo. Los niños lo conocen bien: la lista de sus temores es universal: el monstruo, los padres, el maestro cruel, el perro del vecino, el bully, la violencia. El miedo es el compañero de los enfermos, de los viejos, de muchas mujeres. A veces llega sin avisar o razón aparente: entonces arruina todo. Lo compartimos con los animales y lo sentimos con cada célula: no es una emoción sutil.

No se parece a la nostalgia. Ésta es complicada. Se compone con retazos de melancolía, sensación de pérdida y una dolorosa lasitud. Los celos están constituidos de ira y tristeza, de inseguridad y humillación. La cólera suele ser una peligrosa mezcla de furia, impaciencia que revienta el freno y temor. Pero el miedo, al menos para mí, es una ráfaga negra. Semejante a un potente veneno, desmorona la razón, la sensatez, el optimismo.

Somos una sociedad que tiene miedo. Y con razón: vivimos atestiguando tragedias gratuitas. Se nos trata de engañar y eso añade rabia a nuestro temor. Hemos llegado a un momento en el que los criminales, ya sean funcionarios corruptos o delincuentes a secas, se esfuerzan por maltratar con saña inédita a las víctimas para demostrar a sus rivales que están dispuestos a todo. Como si esa saña cobarde equivaliera a ser valiente: como si corrieran peligro al enfrentarse con una sociedad civil desarmada.

En México vivimos como si el Estado nos hubiera declarado la guerra: una guerra sin más ideología que la ambición. No hay, en la lucha que nos tiene aturrullados, otro ideario que ganar dinero. Y sobre la visión de la injusticia, de la voracidad estatal, se amontona la irritante cantaleta de la propaganda.

Para muestra de las contradicciones de las que está hecho el ruido de fondo de nuestros días, basta con encender la radio en el noticiero. Fosas clandestinas, cadáveres anónimos, encarcelamientos injustos, la policía y el ejército coludidos con los delincuentes; las leyes a modo, los magistrados en Marte, los ricos enriqueciéndose, los pobres empobreciéndose.

El radioescucha se asusta; se indigna; se pregunta qué  forma tendrá el próximo horror y si le caerá en la cabeza (ser un ciudadano de bien, en México, no garantiza nada). También se preocupa por el futuro de sus seres queridos y trata de imaginarse México en veinte años, pero no puede más que sudar frío.

“¿De dónde sale tanto dinero que se roban?”, se pregunta. “¿Cómo le hacen para dormir estas gentes?” “¿Qué se sentirá ser tan descarado?”

Se interrumpe el noticiero y se oye un anuncio del snte que relata las hazañas de algún maestro heroico que se sobrepone a las dificultades que su propio sindicato, espejo de porquerías sindicales, le opone. Y al final, una voz dice: “Es de estos maestros de los que hay que hablar.” Lo que el anuncio calla y que el escucha entiende es: “Ya no hables de los que no aparecen.” Es una infamia. El miedo, tantas veces sentido, se sedimenta poco a poco en el ánimo y lo enturbia.

Luego, suena música cursi y se escucha la eterna letanía de promesas, desmentidas por la vida diaria: seguridad ciudadana, respeto a la voluntad popular, gasolina barata, prosperidad, justicia, fraternidad, transparencia, eficacia, niños felices. Un locutor infantil le dice a su mamá algo así como: “¿Sabías que hay mexicanos que darían sus vidas por nosotros? ¡De veras! ¡Hoy fueron a la escuela!” La mamá contesta una melcochada, más flores al Ejército, terminan los anuncios, vuelve el noticiero y de nuevo, la realidad choca de frente con la propaganda y uno siente que queda en medio de un remolino.

El miedo, hay que decirlo, tiene un papel esencial en la supervivencia. El miedo a morir, a sufrir, a desaparecer, es el motor secreto que impulsa las religiones, la ciencia, el arte. El miedo, según algunos, agudiza la percepción y la creatividad.

Hay que escucharlo, entender su advertencia, pero no podemos obedecerlo. Si no buscamos respuestas, si no aprendemos a ser solidarios, cada pesadilla, cada fantasía oscura, se convertirá en realidad.

Decía San Agustín que donde no hay posibilidad de pecado, no hay virtud. Y sospecho que donde no hay miedo, no hay valor. Ni cambio.