Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 3 de agosto de 2014 Num: 1013

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Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Actuar: un acto
de generosidad

Antonio Riestra entrevista
con Naian González Norvind

Nomenclaturas urbanas
Ricardo Bada

Onetti, a veinte años
Alejandro Michelena

El recuento de los
cuentos de Onetti

Alicia Migdal

Onetti y Los adioses:
lecciones para un
lector cómplice

Gustavo Ogarrio

Matemáticas,
redes y creencias

Manuel Martínez Morales

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Monólogos compartidos
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Nomenclaturas urbanas

Ricardo Bada

Supongo que de modo involuntario, en una urbanización del lugar donde vivo –en la periferia de Colonia y a orillas del Rhin– le han rendido al gran Chéjov un delicado homenaje de congruencia: la calle llamada Kirschgarten (el jardín de los cerezos) es un callejón sin salida. Y es que en la nomenclatura urbana se dan casos muy justicieros, y hasta lúcidamente poéticos, y otros que no tanto, o que por lo menos inducen a un cierto desconcierto.

¿Qué puede decirle a un católico el hecho de que en Berlín, en el barrio de Schöneberg, la calle del apóstol San Pablo sea algo así como el breve gavilán de la interminable espada que es la calle Lutero? ¿Se esconde en ello alguna simbología? ¿Y no se oculta una justicia poética refinadísima en el hecho de que los ediles de Ámsterdam hayan colocado la estatua de Gandhi en el centro de la avenida Churchill? ¿Debemos sospechar algo por el estilo cuando descubrimos que la calle Alemania tenía en Madrid una sola manzana y se encontraba más bien escondida en un arrabal de no muy grata memoria? ¿Y qué sentido atribuirle a que la calle Amistad, nada menos, sea en Sevilla un callejón sin salida? Otra cosa, claro está, es que en el plano de una ciudad –como en el de Huelva–, por razones de espacio, en un barrio con calles de nombres de Premios Nobel destaque una que se llama “Miguela Asturias”: y no es un chiste.

El tema de la toponimia es inagotable. Tiempo ha, cuando el autobús donde viajaba se detuvo ante un semáforo en rojo de la circunvalación, traduje mentalmente el letrero de esa calle, Im Wasserwerkswäldchen, y me pregunté si sería posible que una calle nuestra pudiera llamarse “En el bosquecillo de la estación bombeadora del Servicio de Aguas Municipales”, que es lo que significa, en su inocencia telegráfica, y casi poética, Im Wasserwerkswäldchen. Y recordé aquel caso de presunta ignorancia que contó Julián Marías citando a un colega suyo, profesor alemán, que quiso documentarle a Marías cuánto había descendido el nivel de la cultura general en su país, con la anécdota de una secretaria que le preguntó que cómo debía escribir el nombre de la calle “Adenauer” en la dirección de una carta.


Cruce de duendes. Fuente: schriftstellerwerden.blogspot

Pero lo único que el profesor documentó fue su propia ignorancia, no la de la secretaria. Mi experiencia con ellas, en estos lares, me asegura que en ortografía y gramática les dan ciento y raya a sus superiores, y en este ejemplo concreto la secretaria le estaba preguntando, lisa y llanamente, si debía escribir “Adenauer Strasse” o quizás “Adenuaerstrasse” o “Konrad-Adenauer-Strasse”. En el primero de los casos sería “la calle de Adenau [un pueblo en la zona del Eifel]” y en los otros dos “la calle de Adenauer [el canciller]”. Porque Adenauer, gentilicio masculino de los habitantes de Adenau, también es apellido, como lo son en nuestro idioma los apellidos Zamorano, Gallego, Aragonés, Vasco y Sevillano y tantos otros. Y la normativa alemana de escritura de los topónimos urbanos se distingue por ser de un rigor implacable.

Todo esto se me ocurre hojeando un bello objeto que compré disfrazado de libro. Me explico. Se trata, sí, de un libro, que a su vez incluye otro, el facsímil de la libreta de direcciones de Paul Hindemith cuando vivía en Berlín, entre 1927 y 1937. Es decir que el autor de las óperas Cardillac, Matías el pintor y Noticias del día fue testigo presencial de la llegada de los nazis al poder, convivió con ellos al menos cuatro años en ese Berlín donde no ya los gatos de noche, sino asimismo las hienas –y éstas de día y de noche– eran de color pardo.

La reproducción facsimilar de su libreta de direcciones es muy conmovedora porque certifica el talento como dibujante de Hindemith. Muchos son los nombres registrados en ella, junto a los cuales aparece un dibujo referencial y muy personalizado. Pienso por ejemplo en un médico de enfermedades venéreas, el poeta Gottfried Benn, cuya profesión vemos ilustrada con una jeringuilla. O en un colega de Hindemith, el compositor Alban Berg: como la palabra Berg en alemán significa “montaña”, subrayando su dirección figura el perfil de una mínima cordillera. O en el legendario director de la Filarmónica de Berlín, Wilhelm Furtwängler, que con su batuta, y estilizado como para el cuadrito de un cómic, conduce en la libreta una orquesta invisible. O en el futbolista Rudi Wilhelm, caracterizado por medio de un arco y un balón. O en el homenaje indirecto que Hindemith le rinde a otro colega, Arthur Honegger, haciendo correr bajo su nombre –seguida de un penacho de humo longuilíneo– la locomotora de su poema sinfónico Pacific 251.


Heinrich Lübke (tercero desde la izquierda), 1941

Descubro también algo a medio camino entre el jeroglífico y el poema visual: es el dibujo que acompaña la dirección de la oficina que cobra el impuesto municipal por la tenencia de un perro. En alemán, ese gravamen se llama Hundesteuer, palabra compuesta de Hunde, perros, y Steuer, impuesto, pero como Steuer también significa volante de automóvil, Hindemith dibujó un perro de cuyo trasero emerge el timón de un auto. Jeroglífico y/o poema visual: y sentido del humor.

Con todo, confieso que lo que más me impresionó del facsímil es la corrección que consta en la dirección del banco donde Hindemith debía tener su cuenta corriente, el Dresdner Bank. En la libreta de direcciones del compositor decía: “Dresdner Bank, Reichskanzler Pl.”, o sea, “Banco de Dresde, Pl[aza] del canciller del Imperio.” Pero el facsímil revela que Hindemith trazó sobre el topónimo una raya sesgada, de arriba abajo y de derecha a izquierda (o ambas cosas y al revés), y escribió encima: “Ad.Hitler.Pl.”, que no necesito traducir. Casi se me cortó el aliento cuando tuve esa página delante de mis ojos. Sentí miedo, también dolor, al darme cuenta de que somos capaces de incluir (¡de aceptar!) en nuestras agendas topónimos como ése.

(Hasta 2010, cada vez que viajaba a Madrid consultaba su callejero y exhalaba un suspiro de alivio: no existía en la capital de España ni alameda ni avenida ni calle ni plaza ni callejón ni plazuela ni travesía ni ningún sitio público que ostentase los nombres de reyes tan desechables y olvidables como Carlos II, Carlos IV y José I (quien sólo fue rey por la gracia de su hermano Napoleón Bonaparte), ni, sobre todo, del siniestro Fernando VII..., dándose el caso curioso de que Carlos I de España sí está presente en el registro toponímico de Madrid, pero como Carlos V de Alemania. Misterios municipales. Y no es que yo pretendiera homologar al hijueputa de Fernando el Deseado –¡ay!– con Hitler: no le daba el cuero para tanto a semejante desgracia para la historia de España. Pero aquel año 2010 mi amiga Maysi me dijo que había comprobado “que alguien se acordó de honrar al rey felón con una calle, está hacia la Ciudad Lineal, más o menos”. Evidentemente, la guía de Madrid que yo manejé se había quedado ya obsoleta, y en verdad es espantoso pensar que haya tan poquísima memoria histórica en ese país. Una Calle Fernando VII en su capital explica tantas, tantísimas cosas...)

Próxima estación...

Pero vengamos al presente y regresemos a Alemania, a un caso de vergonzosa toponimia que conozco muy de cerca porque mis deberes de abuelo me hicieron sujeto pasivo de una mutación en canguro, y es así que un día sí, otro no, y a veces el de enmedio, me tocó viajar en un tranvía de la línea 16, aquí en Colonia, la ciudad de los Reyes Magos... y de las innumerables vírgenes en torno a Santa Úrsula que alguna vez provocaron una irreverente pregunta de Jardiel Poncela.

En esa línea del tranvía 16, que corre desde el noroeste de la ciudad hasta Bad Godesberg –antaño residencia de los diplomáticos, al sur de Bonn–, había hasta el verano de 2001 una parada llamada Marienburg, un distinguido barrio del sur coloniense. Pues bien: ahora, allí, desde entonces, esa doble parada ostenta el nombre de Heinrich-Lübke-Ufer; es decir: Orilla [del Rhin] Heinrich Lübke. Y es lo que yo me digo: ¡Estos alemanes no van a aprender nunca!

¿Quién fue Heinrich Lübke? Repasando la historia de la República Federal de Alemania se entera uno de que en 1959 lo eligieron presidente de la misma, un cargo puramente decorativo y poco menos que protocolario, siendo reelegido por otros cinco años en 1964. Lo que esa historia no nos dirá es que Lübke accedió a la más alta y más inoperante magistratura del país por la sencilla razón de que la Unión Cristiano-Demócrata, con el canciller Adenauer a la cabeza, tenía la sartén por el mango (“y el mango también”) en la Alemania occidental de la postguerra. Y como al viejo Adenauer jamás le importó un puesto decorativo y protocolar, sino mandar, y cómo, y como ya había chocado varias veces con el liberal Theodor Heuss –primer presidente federal–, no tuvo el menor empacho en que a Heuss le sucediera cualquier don nadie de su propio partido. El elegido fue Lübke y el que siguió partiendo el bacalao, como tan gráficamente se suele decir, ¿quién podía ser sino él, Adenauer, desde la jefatura del gobierno?

Para su desgracia, y la del puesto que ocupaba, la salud mental de Heinrich Lübke se resintió bastante durante su segundo mandato y daba cada traspié oratorio que temblaba el misterio. Famoso en los anales de la vida pública alemana es el discurso que pronunció en una de las viejas colonias africanas de su lejano predecesor, el káiser, y que comenzó con estas palabras devenidas históricas: “Damas y caballeros, queridos negros.” Por si fuera poco, justo en esos momentos críticos de su segunda presidencia se descubrió que durante la guerra había sido responsable, entre 1943 y 1945, del trabajo de los obreros esclavos en el centro de investigación balística de Peenemünde, el laboratorio experimental de las V1 y V2 del verdugo de Londres, Wernher von Braun, quien jamás tuvo que comparecer ante un tribunal por crímenes de guerra: Estados Unidos lo eximió de ello para que le construyera sus cohetes espaciales. Dicho sea de la manera más políticamente incorrecta, es como si hubiesen contratado a Osama bin Laden para que les instruyera en la demolición de rascacielos.

Al turbio asunto Lübke le cayó tierra encima, supongo que porque su salud mental aconsejaba correr un piadoso velo sobre el tema. Y no se volvió a hablar de él. Sin embargo, a fines de mayo de 2001, resurgió aireado por la revista Der Spiegel, y con pruebas documentales.

Eso es lo que provocó mi desconcierto, una vez más. Que a renglón seguido de que fuera rescatado el escándalo en torno a la participación activa de Lübke en la maquinaria esclavista y destructiva del III Reich, tan justo entonces, en unos tiempos en los que retoñaba la vesania neonazi, la compañía de transportes públicos de Colonia decidiera rebautizar una de las paradas más emblemáticas de sus trayectos con el nombre de aquel desdichado presidente.

(Puesto que me puse a hablar de los transportes públicos en Colonia, me gustaría añadir que en los buses de las líneas 130 y 131, que tienen su parada a media cuadra de nuestra casa, la segunda parada después de la nuestra, yendo al centro, o la antepenúltima, viniendo a casa, es la “Adolf-Menzel-Strasse”, en homenaje a uno de los buenos pintores alemanes de fines del siglo XIX. Y sucede que los altoparlantes del bus anuncian todas y cada una de las paradas, desde un casete que se activa siguiendo impulsos electrónicos cronograbados. Por lo que muchas veces he pensado en una broma macabra para el día 1 de abril –equivalente alemán de nuestro 28 de diciembre– y es cambiar ese día los casetes de los altavoces, y que al llegar a esa parada anuncien “Adolf-Hitler-Strasse”, para filmar con cámara oculta cómo reaccionan los pasajeros.)

La cita que siempre recordamos en estos casos, los buenos alemanes y quienes los queremos, es una de Heinrich Heine, en su Alemania: Un cuento de hadas invernal: “Denke ich an Deutschland in der Nacht,/ dann bin ich um den Schlaf gebracht”, que quizás debiera traducirse así: “Si de noche en Alemania pienso yo,/ el sueño desde luego se fregó”... para emplear un verbo lo bastante gráfico, aunque no empiece con J.