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Las lágrimas del exilio español
Los primeros niños exiliados que
llegaron a México |
Yolanda Rinaldi
In memoriam
Doctor Horacio López Suárez, trasterrado español, republicano hasta la muerte. Se apagó el 14 de abril de 2014
Setenta y cinco años del exilio republicano español remiten al diálogo que, en 1940, abriera el gobierno de la República Mexicana con elementos representativos de los demócratas que hallaron un sitio en México, a partir de la primavera de 1939. Aunque contemplados de lejos, sus voces aún se elevan y tocan el oído de los ahora jóvenes, sin importar que estos últimos no compartan las mismas heridas que sus antepasados, como bien decía Tomás Segovia.
Lázaro Cárdenas concluía su mandato y el poeta León Felipe lo despedía con cierta entonación un tanto elegíaca: “Encendió una luz que estaba apagada en el mundo: la Justicia, que hay que defenderla más allá del huerto de mi compadre.” No eran palabras superfluas con remisiones al pasado: el cardenismo empezaba a ser historia; México significaba el espacio donde se podía vivir sin miedo, aunque no exento de desazones. El encuentro era el homenaje de despedida al que asistieron Indalecio Prieto, Diego Martínez Barrio, José Giral, José Andreu, Carlos Esplá, Álvaro de Albornoz, José Andrés de Oteyza, Manuel Márquez, Gonzalo R. Lafora, Cándido Bolívar, Belarmino Tomás, Manuel Goicoechea, Jaime Pi-Suñer, Benjamín Jarnés, Enrique Rioja, Roberto Castrovido, Julia Iruretagoyena, José Miaja, Ignacio Bolívar, Carmen Gallardo, Cristina Pedreira, Julio Carabias, Antonio Sacristán.
León Felipe, poseído de la memoria colectiva de su pueblo, le decía al general: “Deja el caserón que es México, pero igual que los grandes mayordomos: No importa errar en lo menos, si se acierta en lo esencial.” Allí estaban también Carmen Bernal, Pilar Bolívar, Lucio Martínez Gil, Mariano Ruiz-Funes, Félix Gordon Ordás, José Tomás y Piera, Francisco Belausteguigoitia, Joaquín Silvestre Adelantado, Emilio Maldonado Vita, Alejandro Otero, Antonio Madinaveitia, Antonio Zozaya, Isaac Abeytua, Adolfo Salazar, Felipe Sánchez Román, Demófilo de Buen, Manuel M. Pedroso, Sebastián Pozas.
Todos estaban ahí con las observaciones de su experiencia tan terrible, reflexiones de hombres derrotados en esa época por la represión ideológica franquista. Se hace oír Félix Gordon, de la Unión Republicana –ministro de Industria y Comercio y embajador–, condenando el silencio de la Sociedad de Naciones, y precisaba: “Sólo la voz de México en defensa de los postulados del Derecho internacional […] nos dio el primer envío de armas y municiones con que hacer frente a la rebelión militar.” También se alzó la voz de Diego Martínez Barrio, presidente interino de la República, para resaltar la obra del general: “Abre surco a las relaciones futuras de México y España”, y con ánimo esperanzador decía: “cuando se haya restaurado el orden moral de Europa, mi país recobrará la dirección de su destino político”.
Esquerra Republicana de Catalunya, en voz de José Tomás y Piera –ministro de Trabajo y vicepresidente de las Cortes–, reconocía ante Cárdenas que “miles de republicanos tenemos hoy hogar tranquilo, y muchos miles esperan la redención a tanta tragedia con su integración, ya próxima, en este México acogedor”. A su vez, Francisco Belausteguigoitia, del Partido Nacionalista Vasco, puntualizaba: “Nos será imposible saldar esa deuda que los vascos hemos contraído, pero quisiéramos pagarla, haciendo de México nuestra segunda patria.”
Álvaro de Albornoz, ministro de Justicia, presidente del Tribunal de Garantías Constitucionales, a una distancia atenta llamó al presidente de México “el padre de los españoles sin patria y sin derechos, perseguidos por la tiranía y desheredados por el odio”. José Miaja, ministro de Guerra, Mariano Ruiz Funes, de Izquierda Republicana, José Andreu, presidente de la Audiencia de Barcelona, José Giral, ministro de Marina, Lucio Martínez Gil, del Partido Socialista Obrero y Carlos Esplá, ministro de Propaganda, reconocían a Cárdenas su respeto a la libertad y el amparo al vencido. Ahí estaba el pacto: lejos de todo y cercanos a la vida de ahora.
Entre el suceso y la oportunidad de cambio, mostraban la buena sintonía con el gobierno de México: Belarmino Tomás, gobernador general de Asturias y León, representante de la Unión General de Trabajadores, Emilio Maldonado Vita, miembro del Comité Nacional del Trabajo, Julio Carabias, gobernador del Banco de España, Demófilo de Buen, catedrático de la Universidad de Salamanca, Felipe Sánchez Román, catedrático de la Universidad de Madrid y Jaime Pi-Suñer, catedrático de Fisiología de la Universidad de Santiago Compostela. Escritores como Benjamín Jarnés, Roberto Castrovido y Antonio Zozaya enaltecían el acto de Cárdenas, no con un optimismo de saldo sino de confianza como fundamento: “cuando amenazó la tormenta nos dio la mano, nos dio un suelo firme donde pisar”.
Como colofón de todas esas voces, las lágrimas de Indalecio Prieto, ministro de Hacienda, presidente de la delegación en México de la Junta de Auxilio a los Republicanos Españoles, JARE [organismo creado por acuerdo de la Diputación Permanente de Cortes en el exilio, reunida en París el 31 de julio de 1939]: “No me avergüenzo –dijo– de haberlas derramado en ocasiones tan solemnes”. La primera vez fue el 20 de febrero de 1939, motivado por la expresión de solidaridad con la República de una multitud de chilenos, argentinos y uruguayos, momentos antes de ingresar a Los Pinos; al llegar ante el presidente mexicano sólo las lágrimas sirvieron como saludo: “Mi corazón está acongojado por el éxodo a través de los Pirineos, ante el General que me espera quiero hablar y las primeras palabras se deshacen en sollozos.” Igual que en la despedida en ese primero de diciembre de 1940, “abrazando al amigo que deja de ser presidente”.
Los testimonios del homenaje quedaron registrados en el folleto editado por la JARE, que luego fue entregado a Cárdenas en un álbum autografiado. Un hechizo que hoy nos devuelve a esos encantamientos verbales y la imagen de una posibilidad que no se volverá a tener en el mundo, porque ahora ya no hay un pedazo de tierra para los desplazados, ni siquiera para los niños, puesto que hoy todo se ve desde una óptica distinta, con otros –o con ningunos– valores éticos.
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