Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 16 de marzo de 2014 Num: 993

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Apuntes sobre la canción
John Berger

Recetas para acercarse
a José Emilio Pacheco

Elena Poniatowska

Cruzando fronteras
en Mahahual

Fabrizio Lorusso

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Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
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Febronio Zataráin
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Rodolfo Alonso

¿Democracia o capitalismo?

“Tendremos que resignarnos, por lo visto, a la idea de que la democracia contemporánea no es íntegramente democrática, sino un sistema mixto entre dos elementos democráticos: el voto formal y las encuestas; y un elemento oligárquico: el poder económico.” Estas palabras, que parecen de absoluta y perentoria actualidad para los argentinos, como estrechamente ligadas a los arduos momentos económico-financieros que se nos obliga a vivir, no son sin embargo de un pensador actual.

Son un documento. Y es más, una evidencia. Ya que quien las escribió, en su columna dominical del diario La Nación de Buenos Aires, el 29 de octubre del año 2000, fue nada menos que Mariano Grondona, un intelectual clave de la derecha local. Me produjeron tal impacto que nunca pude olvidarlas. Y tampoco pude nunca responderme qué lo había inclinado a desnudarse así, públicamente. No fue sin duda por inocencia. Y mucho menos por descuido. Más me inclino a pensar que fue por sentirse tan seguro de su impunidad (y la de los intereses que representaba), como para no percatarse del viejo adagio en ese latín al que tanto gusta acudir: “A confesión de parte, relevo de prueba.”

Suelo leer cada vez con más atención, en el diario porteño Página/12, los atinados y justos enfoques con que Mónica Peralta Ramos suele pedirnos sabiamente que, en puntuales momentos de difíciles circunstancias económico-sociales, los argentinos tengamos claro el panorama completo: el hecho histórico, fundacional de la consolidación creciente del poder y la riqueza en nuestro país que, en las últimas décadas del siglo pasado culminó (después del Rodrigazo, Martínez de Hoz y la no menos siniestra dupla Menem-Cavallo, paradigmas de la letal reaganomics) concretando una concentración al máximo de los resortes clave de nuestra economía en muy pocas manos, por lo general multinacionales.

Ese poder no se limitó, muy por el contrario, no sólo se extendió casi hasta lo totalitario sino que, desembozada o clandestinamente, tanto se apoyó en dictaduras militares como debilitó y tumbó a los gobiernos democráticamente elegidos que le disgustaban. Los nombres de todos estos últimos están en la memoria nacional pero, en lo íntimo, me dolió profundamente su despiadada inquina contra el honesto, corajudo y eficaz presidente Arturo Illia (radical, de los de antes), capaz de enfrentarse no ya con las multinacionales petroleras sino también con otras, similares pero no menos feroces: las de medicamentos.

Para seguir recurriendo a nombres caros a los seudoliberales que se cuidan muy bien de este tipo de citas, voy a recordar que el gran ensayista mexicano Octavio Paz, durante un reportaje para Le Nouvel Observateur, poco antes de morir pudo afirmarle a Jacques Julliard: “Tocqueville vio eso bien. Habla de una vulgarización de la vida democrática y hasta de una incompatibilidad entre la poesía y la democracia moderna. La cuestión subsiste. Se habló del desastre del autoritarismo, sería preciso hablar del desastre del capitalismo liberal y democrático, en el dominio del pensamiento como en el de la vida cotidiana; la idolatría del dinero, el mercado transformado en valor único que expulsa a todos los otros.”

Por eso sentí, hace ya ciertos años, que coincidía y sigo coincidiendo cada vez más ahora, con la afirmación de Gilles Martinet (un socialista de los de antes) en la televisión francesa: “La democracia es incompatible con el capitalismo.” ¿Qué nos queda para oponer a esa tensión, para desequilibrarla a favor de los valores democráticos? Más democracia, por supuesto. Es decir, cada vez más ciudadanos que no se limiten a ser consumidores pasivos, o sea siervos serviles que consienten, sino demócratas conscientes de sus derechos y de sus riesgos, capaces de ampliar con su participación siempre más activa e informada los límites reales y sociales de la democracia que, indudablemente, ellos, los ciudadanos, constituyen, implican y son.