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Nosotros ya no somos los mismos

Un reconocimiento más a José Emilio

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Que yo sepa, José Emilio Pacheco jamás fue miembro de algún partido político; sin embargo, puedo afirmar que me consta su militancia permanente, sin titubeos y también sin estridencias ni protagonismos, en las barricadas juveniles en las que se peleaban las dignas causas del país y del continenteFoto Yazmín Ortega Cortés
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ues también yo, ¡faltaba más! Voy a escribir algunos rengloncitos sobre José Emilio Pacheco. Mi atrevimiento tiene un firme sustento: la gratitud. Pero la gratitud obliga, lo menos, al reconocimiento: éste es el que estoy pasando a procesar en las siguientes líneas. Me arrogo (pues confieso que nadie me ha delegado poder, o autorizado representación alguna) el derecho de expresarme en nombre de los cientos, miles de Carlitos que afrontamos batallas en las arenas de múltiples desiertos y vivimos, también, con intensidad puberta, los encuentros mágicos con nuestras propias Marianas. El número de amigos, alumnos, compañeros (de algo), que aseguran que ellos alguna vez fueron Carlitos, es infinito. Si yo no lo asumo es por recato, por un rasgo de honestidad elemental: jamás tuve la madurez, la estabilidad emocional de Carlitos, el niño de ocho años (Luis Mario Quiroz) que se enamoró, de una vez y para siempre, de Mariana (Elizabeth Aguilar), en 1948, fecha en la que el relato está situado, y que ya convertido en Carlos (Pedro Armendáriz), varias décadas después, la siguió recordando y buscando frenéticamente hasta que, desilusionado y contrito, tuvo que aceptar que si esos años, no muchos, fueron suficientes para desaparecer su enorme desierto, su pequeño mundo y su inabarcable ciudad, ¿cómo no iban a consumir a su amada Mariana? El amigo más pobre del grupo de los viejos tiempos, Rosales, informa a Carlitos/Carlos de un incierto rumor: ¿Mariana? Dicen que se suicidó. JEP cierra la historia estrujándonos con estas terribles palabras: Se acabó la ciudad. Terminó aquel país. No hay memorias del México de aquellos años. Y a nadie le importa: de ese horror quién puede tener nostalgia: Todo pasó como pasan los discos en la sinfonola. Nunca sabré si aún vive Mariana. Si hoy viviera tendría ochenta años. Las batallas... de José Emilio las he leído repetidas veces, hasta he visto la película. Siempre termino moqueando por el recuerdo (que se clava en el bajo vientre, que es donde en verdad duelen las emociones) de mis desiertos y mis Marianas. La primera de ellas que registro es una frágil mujercita cuyo recuerdo, guardado indeleblemente en mi disco duro por muchísimos años, al momento de picar las teclas de su nombre, éste desapareció. Al terminar estos renglones tomaré mi martini (s), cerraré los ojos, reconstruiré y recrearé ese pasado tan remoto y despertaré para escribir 100 veces su nombre en mi ajado cuaderno. Ella era una de las dos personas que en el barrio sabían poner inyecciones, y fue la primera mujer, después de mi madre y mis abuelas reciclables, que tuvo contacto con mis emergentes, infantiles posaderas. Aún recuerdo y siento: primero el algodón empapado en alcohol etílico desnaturalizado de 70° GL, luego una gratísima sensación de frío ocasionada por la mano que abanicaba la húmeda superficie para luego, de inmediato, con la otra, descargar un golpe preciso, contundente e intentar perforar la piel niña con una melladísima aguja que, tan sólo en esa semana, había hecho lo mismo en al menos otras 100 pompas vecinales. A veces, una inevitable contracción muscular o la forma totalmente roma de la aguja obligaba a forzar la entrada en la piel con un fuerte arrempujón: el dolor se agudizaba hasta cortar el aliento y aún faltaba lo peor: la penetración lentísima y ardiente del denso aceite que, mágicamente, fortalecería mi esmirriado esqueleto y me permitiría correr tanto como mis compañeritos, sin que eso me implicara una hemorragia nasal. Entonces, ni los árabes ni los judíos, que en mi pueblo también los había (más de los primeros), me volverían a gritar: ¡Chacho está tísico, tísico! Esta enfermerita de barrio fue mi primera entrañable Mariana, a la que amé intensamente porque, después de cada inyección descubría que, como si mi sufrimiento fuera su culpa, los ojos se le humedecían. Pero ya confesé: mi vocación amorosa siempre renovada, me llevó al encuentro de muchas Marianas: desde las maestras Crucita y Magda, en la primaria cursada con los hermanos lasallistas, hasta el milagro de conocer a la incomparable Luigina, que este próximo 4 de julio cumplirá 87 años (siete más de los que tendría la Mariana de José Emilio, cuando Carlos abandonó definitivamente su búsqueda). Seguramente mi última Mariana festejará rumbosamente en el número 223 de la vía Appia Antica de Roma, Italia, adonde, inexplicablemente, la señora Luigina Lollobrigida aún no ha solicitado mi presencia.

He leído los numerosísimos escritos publicados por la muerte de José Emilio. Desde los signados por connotados literatos y académicos, hasta las emotivas cartas que hacen llegar anónimos lectores a las páginas de los diarios. En todas ellas se hace evidente la admiración al genial hombre de letras, pero también al superior ser humano que siempre fue. Hay sin embargo un pedacito de JEP que se quedó sin testimonio y que yo, sin otro mérito que haber sido testigo de lo que paso a relatar, lo comparto hoy con ustedes. Que yo sepa, JEP jamás fue miembro de algún partido político, como sí lo fueron Monsi y Revueltas, del PCM; Hugo Gutiérrez Vega y Jorge Eugenio Ortiz, del viejo PAN, en el que militaban mexicanos honorables y patriotas; Arturo González de Cosío, de la Federación de Partidos del Pueblo Mexicano; Carlos Pellicer, Leopoldo Zea, Jaime Sabines, Andrés Henestrosa y Enrique González Pedrero, del PRI. Puedo, sin embargo, afirmar que me consta su militancia permanente, sin titubeos y también sin estridencias ni protagonismos, en las barricadas juveniles en las que se peleaban las dignas causas del país y del continente. Lo vi, lo saludé en varias ocasiones. La primera (y aquí puedo equivocarme porque, ni él era tan conocido y menos yo, un conocedor), en una protesta por el derrocamiento de Jacobo Arbenz. Durante el movimiento estudiantil de 1958 lo encontré recorriendo solidario las guardias que habíamos dramáticamente instalado en el circuito escolar que rodea Ciudad Universitaria. Otra ocasión, en el estacionamiento de la Facultad de Derecho, a la que esporádicamente visitaba, seguramente más por ver a su Cristina vitalicia, que por empaparse de la cultura jurídica, Martín Reyes y el infraescrito le solicitamos su firma para un desplegado en el que exigíamos la libertad de los presos políticos, nos dijo: ya firmé tres veces, pero más vale que sobre… Y nos firmó de nuevo. Era una lluviosa noche de los principios de 1959. Después de un mitin en San Ildefonso, un gran bonche de universitarios llegamos a Buenavista gritando Goyas. En los patios de la estación se realizaba un mitin combativo y multitudinario (en las elecciones para elegir al líder del sindicato de ferrocarriles, Vallejo había sacado 59 mil 759 votos, el candidato gubernamental …9. Los abrazos entre los enloquecidos jóvenes y los garrudos, pétreos maquinistas, garroteros, fogoneros (algunos casi de nuestra edad, pero hombres en serio), nos producían una emoción desconocida. Eran nuestros padres, nuestros hermanos de los que, estúpidamente, estábamos distantes. Raymundo Ramos, el mejor sin duda para discursear, por alguna razón no pudo hacerlo, pero me empujo a mí hasta la trompa de una enorme máquina. Desde allí dije enormes cursilerías: que si la tormenta era el llanto indignado de los dioses por las injusticias y las afrentas que a los trabajadores se infligían, que si los rayos y truenos eran expresiones de solidaridad, etcétera, etcétera. Cuando me bajaron de la enorme mole le dije a Monsi: oye, detrás de esa columna me pareció ver a JEP, pero seguramente me equivoqué, porque ya desapareció. Si ya no lo ves, entonces sí era José Emilio; a él nunca le gusta aparecer.

Tengo algunas otras presencias precisas y puntuales de JEP, que habré de cronicar más adelante, pero ahora, un tema urgente me obliga a insertar un verdadero pegote, que sólo se justifica por el hecho de que si no lo trato ahora, para el próximo lunes no tendrá vigencia.

De acuerdo con lo dispuesto en la reciente reforma electoral, siete notables de reconocido prestigio seleccionarán a 55 ciudadanos idóneos, dentro de los cuales el pleno de los diputados elegirá a los 10 consejeros electorales y al consejero presidente del naciente INE. De esos siete, el Ifai nombrará a dos, la CNDH a otros dos y los coordinadores de las fracciones parlamentarias a los tres restantes. Esta instancia inicial es vital. Si los siete magníficos no lo son en verdad, todo seguirá igual o peor. Envío mi contribución: Diego Valadez, Jacqueline Peschard, Rolando Cordera, Froylán López Narváez, José Woldenberg, Héctor Fix Zamudio. El séptimo lo dejo en blanco para no parecer excedido.

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