Portada
Presentación
Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega
Bitácora bifronte
Jair Cortés
Dos poemas
Epaminondas J. Gonatás
Agustín Lara en blanco
y negro
Luis Rafael Sánchez
La estación de las lluvias
Jorge Valdés Díaz-Vélez
Elegía citadina
Leandro Arellano
De traición, insensibilidad
y muerte
José María Espinasa
Klimt, arrebato
y contemplación
Germaine Gómez-Haro
Horacio Coppola,
un artista de la cámara
Alejandro Michelena
Columnas:
Perfiles
Ilan Stavans
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Cinexcusas
Luis Tovar
Galería
Rodolfo Alonso
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Cabezalcubo
Jorge Moch
Directorio
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Felipe Garrido
Paulita
Hacía un rato que había pasado los setenta, pero pocas cosas le hacían tanta ilusión como platicar un rato con su esposo. Lo disfrutaba. Se sentía escuchada. Con él podía desahogar sus penas, abrir su corazón, compartir sus alegrías, dar paz a su vida. Le agradaba llegar a su lado. Barría mientras le hablaba, ya sin rencores, habiéndole perdonado todo, absolutamente todo: la pobreza en que vivieron, sus infidelidades, su tomadera, los maltratos, lo mucho que ella tuvo que hacer para sacar adelante a los ocho hijos que engendraron. Porque, vaya que luchó. ¿No hasta a un médico había formado? ¡Con lo cara que es esa carrera! Pero ella vendió piñatas, raspados, rebanadas de sandía, jícamas con chilito y limón, géneros... Qué no vendió Paulita. El sueldo de don Jorgito no alcanzaba; porque era profesor, y porque era coqueto y bebedor. Le gustaban los claveles, y ella se los llevaba. Los acomodaba antes de irse. Rojos como la sangre, como la pasión. |