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Que me maten de una vez
 
Periódico La Jornada
Lunes 26 de diciembre de 2011, p. 8

El Niño

Los trenes militares, tendidos uno detrás de otro en la única vía férrea que atravesaba el desierto, eran una larga cinta oscura sobre la blanca extensión arenosa; estaban inmóviles, pero el humo transparente, más bien aire tibio, que escapaba de la chimenea de las locomotoras, decía que aquella serpiente de carros, plataformas, jaulas de la caballada, tanques de agua y de petróleo, vagonetas blindadas estaba lista para ponerse en movimiento. Los trenes parecían abandonados; no había hombres sobre los techos de los carros ni caballos en las jaulas; la tropa había echado pie a tierra, y mientras las caballerías exploraban a distancia, hacia la serranía desdibujada que por el norte ponía término al desierto, los infantes habían desplegado dos alas larguísimas a uno y otro lado de la vía, y avanzaron toda la mañana, con la carabina bajo el brazo y la cabeza inclinada hacia adelante, esperando oír silbar sobre sus cabezas, en cualquier momento, las balas de los rebeldes, escondidos en las quebradas. Habían marchado también el general en jefe y su estado mayor, en rápidos caballos, siguiendo la línea ondulante de la infantería en forrajeadores. Y también había avanzado El Niño.

Era éste el cañón más grande de todo el ejército; se le traía siempre montado en una plataforma de ferrocarril, y se le cuidaba como si fuera el hijo mimado de los hombres de armas; pintado de gris, con líneas de azul oscuro en los filos, levantaba su larga nariz al viento y de cuando en cuando resoplaba con estrépito por su enorme boquete. La plataforma se estremecía sobre los rieles, y los artilleros conservaban difícilmente el equilibrio: diez o doce kilómetros al frente caían los escupitajos de El Niño en lluvia de plomo. Había salido en su plataforma, empujado por una locomotora y nada más; llevaba una pequeña dotación de granadas, cuarenta o cincuenta, en cajas de media docena, porque el combate con los rebeldes no debería efectuarse esa mañana.

El enemigo estaba fortificado, según los partes de las caballerías volantes, en un cañón en medio del cual corrían las paralelas de acero del ferrocarril, y las montañas comenzaban a veinte o veinticinco kilómetros de los trenes inmóviles. La infantería marchaba a colocarse en sitio para atacar formalmente a la madrugada, y El Niño iba a bombardear las posiciones avanzadas y a impedir que durante el día los rebeldes pudieran dedicarse libremente a mejorar sus atrincheramientos.

En los trenes había un silencio pesado, tan pesado como el sol de junio que en ese mediodía levantaba aire cálido de la tierra sedienta. Las mujeres de los soldados se habían refugiado bajo los carros y las plataformas, único lugar de sombra en aquella extensión en que los mezquites de metro de alto, espinosos y hostiles eran la pobre vegetación. Los ferrocarrileros de tripulación en los trenes estaban en los cabooses, durmiendo la siesta. Algunas mujeres regresaban de la llanura trayendo leña de mezquite, y comenzaron a hacer fuego para sus comidas, a la sombra de los trenes. A lo lejos, a cinco o seis kilómetros, se oían los disparos isócronos de El Niño, y el oleaje de resonancias se extendía por la llanura en calma. De cuando en cuando, el viento traía los restos de un toque de clarín.

–Siguen avanzando –decía alguna mujer acostada a la sombra de los carros.

–¡Pobres de nuestros viejos!... ¡Caminar con este solón!...

La interpretación de los toques de corneta corría como un rosario por debajo de los trenes, y en la misma forma regresaba la pregunta:

–¿No ha regresado ninguno?

–Ninguno... Ninguno... Ninguno...

Y las soldaderas volvían a quedar en silencio, soplando la lumbre y cocinando; algunas aplaudían con la masa de maíz entre las palmas de las manos, haciendo las gordas, y otras traían baldes con agua de los tanques. El sol del verano caía perpendicularmente, y todas las mujeres se metieron con sus improvisadas cocinas bajo los carros.

De pronto, por la larga cadena humana tendida entre los rieles, corrió la voz:

–¡Se está quemando el parque de El Niño!...

Cien mujeres, doscientas, salieron de entre las ruedas y presenciaron atónitas el espectáculo: tres carros de caja, los primeros en la fila de trenes, donde estaba el parque de artillería destinado al cañón enorme, estaban ardiendo, sin duda por alguno de los fuegos de cocina encendidos por las soldaderas; y eran los tres carros de parque, donde estaban todas las granadas con que se podía contar para que El Niño enviara a lo lejos su huracán de plomo. Ni pensar en apagar el fuego, que se propagaba rápidamente por las paredes de madera, con unos cuantos baldes de agua. Los ferrocarrileros seguían durmiendo en sus cabooses.

Entonces, del grupo de mujeres que se habían reunido en redor de los carros ardientes, salió una voz:

–Vamos a sacar el parque, porque, si no, no hay para la batalla de mañana...

Contestó una gritería:

–¡Vamos, vamos!

–¡Arriba las buenas mujeres!

–¡No se raje ninguna!

Y todas aquellas soldaderas se echaron sobre los carros, montaron a través de los cuadros de madera ardiendo, de las puertas, y comenzaron a mover las cajas de parque. La maniobra no era sencilla, porque cada caja de seis granadas era para la fuerza de dos hombres. Las mujeres lucharon bravamente, locamente: unas arrastraban las cajas hasta las puertas y otras se las cargaban en los hombros, ayudadas por una de cada lado, y comenzaban a andar, vacilantes bajo el peso enorme, dando traspiés; algunas no podían y dejaban caer las cajas; otras se iban doblando lentamente y quedaban tendidas en la arena, con el peso sobre sus cuerpos.

Foto
Rafael F. Muñoz, en imagen cortesía del archivo familiar

–¡Arriba, arriba! ¡Puede estallar el parque!

Las caídas se levantaban, arrastraban las cajas por el suelo, formaban con ellas una trinchera a buena distancia de los carros ardiendo, y volvían por más; la peor parte la llevaban aquellas que habían subido: el fuego se les había comunicado a las ropas, les había chamuscado el cabello y causado quemaduras en los brazos desnudos, en las caras sudorosas; dos o tres fueron sacadas a medio asfixiar de los carros llenos de humo y sus ropas apagadas con arena.

–¡Síganle, mujeres; síganle!

Las que recibían las cajas, abajo, subieron a los carros; las que estaban arriba fueron a revolcarse en la arena para apagar sus ropas ardiendo. Y siguió la maniobra; las cajas salían ya con fuego en algunas partes; no pasaría mucho sin que las que estaban aún en el interior de la hoguera estallaran, esparciendo balines y cascos de granada... El sol comenzaba a descender. A lo lejos, regularmente, se oían los disparos de El Niño rociando de metralla la entrada de la sierra, y el viento traía dispersos toques de clarín...

–Ya se pararon ahí...

–Sí, pero a nosotras nos está llevando el diablo...

Seguía la lucha contra el fuego, o más bien, el salvamento del parque. Las pobres mujeres estaban realmente en estado lastimoso; muchas, casi desnudas por el incendio de sus ropas; otras, con las cabelleras chamuscadas, las caras negras, los brazos rojos y ardidos; todas sudorosas y fatigadas...

–¡La última caja, la última! –gritó una soldadera avanzando por entre las llamas rojas y el humo denso; otras veinte corrieron hacia el carro a recibir la caja.

–¿De veras, la última?

–¡Seguro!...

El cajón de madera, ardiendo de todos lados, fue sepultado en arena, que las soldaderas echaban con sus baldes, y a poco resurgía, negro, caliente todavía: era un tizón cuadrado, con ciento veinte kilos de muerte.

Las mujeres se tiraron en el suelo sin importarles el sol implacable, mientras los tres carros se iban consumiendo, consumiendo...

***

Al caer la tarde volvió El Niño, arrastrado por su locomotora; se llevó parque, y toda la noche estuvo haciendo ruido; volvió a la madrugada, y regresó a su puesto; el cañoneo era continuo: cada minuto, un disparo sin falta; los toques de clarín eran también frecuentes: órdenes de avance, órdenes de reunión, dianas.

En los trenes, las soldaderas se curaban con manteca sus quemaduras, y aquel mediodía, por experiencia, hicieron sus fuegos fuera de los rieles, aunque para cuidar de ellos tuvieran que soportar el sol calcinante.

Pasado el mediodía, por la cadena humana tendida bajo los carros corrió la voz:

–Ya vienen, ya vienen...

Y el ejército de mujeres se echó fuera de la única sombra en todo el desierto, y a la carrera avanzó hacia los soldados que regresaban. Los rebeldes habían tenido que retirarse ante el cañoneo de El Niño; era inútil contestar con sus fusiles aquel fuego que venía de diez kilómetros de distancia: sus trincheras habían quedado destruidas por las granadas. Doscientos muertos confirmaban la inutilidad de la resistencia, y los soldados volvían a los trenes sin haber tenido que disparar un solo tiro, sin una baja; volvían todos los que habían salido la víspera, en dos largas alas que avanzaban por el desierto, a uno y otro lado de la vía férrea.

Recibidos en triunfo por sus mujeres, volvieron a los carros y durmieron con el fusil al lado, por la noche que habían pasado en vela, y las soldaderas, viéndolos vivos y sanos cuando pensaban que habría de ser la de ese día una sangrienta batalla, se sintieron muy satisfechas de sus cabellos chamuscados, sus cuerpos cubiertos de quemaduras, sus fatigas y sus angustias en los tres carros ardiendo...

Los trenes se pusieron en movimiento, lentamente, como una larga culebra que despertara, y al caer la tarde comenzaron a pasar el cañón de montañas entre una valla de trincheras abandonadas y de cadáveres.

El chihuahuense Rafael F. Muñoz (1899-1972) es considerado por la crítica literaria uno de los grandes escritores de la Revolución Mexicana por sus novelas Vámonos con Pancho Villa (1931) y Se llevaron el cañón para Bachimba (1941), así como por su relatos. El libro Que me maten de una vez –del cual se reproduce aquí un adelanto con autorización de editorial Era como una primicia para los lectores de La Jornada– reúne, precisamente, la producción íntegra de cuentos realizada por el autor, la cual alcanza una treintena y que fue publicada de manera previa distribuida en tres diferentes títulos: El feroz cabecilla y otros cuentos de la Revolución en el Norte (1928); El hombre malo, Villa ataca Ciudad Juárez y La marcha nupcial (1930), y Si me han de matar mañana (1933).