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Jorge Moch
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Chiflidos y chifladuras
La escena es cerrada. Un rostro de hombre joven, un semblante apacible. Silba, despreocupado. Un chaval tranquilo, carga un morral al hombro; va relajado en el transporte colectivo y lleva en el rostro –cosa poco probable en estos tiempos en que solemos ir en peseras y microbuses, para acudir al coloquio, muy a las vivas– una vaga sonrisa de satisfacción. Podría ser cualquiera de nosotros, un compañero de trabajo, el joven que vemos pasar todos los días en cualquiera de las calles de cualquiera de nuestras ciudades. ¿Es un truhán, porque el que ríe solo de sus maldades se acuerda? No. Es sencillamente alguien que va por ahí, de buen talante, vaya. Viaja en un transporte colectivo que puede ser lo mismo un camión urbano que un vagón del Metro. Va encontrando gente amable a su paso. Se diría que es uno de esos múltiples, felizmente anónimos personajes de un cuadro de Lepe, aunque en la anodina grisura de la ciudad.
El encuadre se va abriendo mientras el joven avanza en su periplo urbano, y por el beneplácito que sigue mostrando, definitivamente los asuntos de su vida deben llevar buen ritmo. Será que tiene un buen trabajo. Escuchamos la tonadilla mientras el cuadro se sigue abriendo. Es una melodía discretamente alegre, sin estridencias, muy de acuerdo con la sencillez que vamos adivinando en el silbante. En el colectivo no hay apretujones ni malas caras; afortunadamente la televisión es tecnología ajena a la reproducción de humores y sudores, pura cosa audiovisual. La tonadilla, ah, la tonadilla sigue ornando el aire que rodea a nuestro héroe simple; parece impregnar en los transeúntes que circundan su paso por una ciudad tranquila, sin grandes embotellamientos ni orangutanes al volante. Se respira un clima de armonía social. Ah, la tonadilla.
El hombre llega por fin a su destino. Un hospital. Pero no nos llamemos a drama: porque el hombre mira por detrás nuestro, allende el objetivo de la cámara que nos convierte en anónimos espectadores del milagro de la felicidad. La escena corta a la mujer del hombre. Se la ve desmejorada pero feliz, la sonrisa plena, la piel brillante. La acompaña su doctor, al que es fácil intuirle el oficio por la paternal familiaridad con que trata a la joven pareja y porque lleva, claro, una bata blanca: un doctor también amable. En este sitio todo mundo tiene la sonrisa fácil pintada en los labios; yo quisiera estar allí. Una voz en off nos cuenta que la mujer, efectivamente, es esposa del hombre feliz que silbó la tonadilla, ah, la tonadilla, durante todo el trayecto. La mujer se va con él; nos dan la espalda, caminan hacia la puerta. Qué bueno que les fue bien, piensa uno. Vemos de espaldas la bata impoluta, el doctor que dice adiós. Se da vuelta, hace un gesto simpático, poco más y choca los talones, vuelve al trabajo a hacerse cargo de sus obligaciones, a salvar otras vidas en esta feliz república de risueñas gestualidades en que la fortuna lo puso. Va silbando. Es la misma tonadilla que silbaba el esposo de su paciente. La silba hasta desaparecer del encuadre.
Disolvencia a blancos y a un rosetón gráfico de colores que es, por cierto, plagiado de un emblema tibetano. La voz en off nos explicó ya que se trata del cotidiano bienhechor que se respira en México gracias al régimen panista (“el gobierno del presidente de la República”, reza puntualmente el locutor para que no olvidemos de quién habla, por aquello de las usurpaciones) en el Seguro Popular, que es, por cierto, un plagio descarado de un programa propuesto por Andrés Manuel López Obrador, ese anatema, y que antes, los que ahora lo cacarean, llamaron “populismo barato”. Ah, la tonadilla.
Sólo que todo es mentira. El anuncio es propaganda realizada para tapar las desnudeces del régimen de uno de los peores presidentes que hemos tenido. O preguntémosle a Jaime. Es ayudante de albañil, tiene veinte años y su novia está embarazada. Fueron al Seguro Popular. Pasillos sucios, enfermeras mal encaradas (¿quizá por mal pagadas?), camilleros insolentes. Los trataron como basura. Los hicieron esperar por horas. Los regañaron y les dijeron que volvieran otro día porque no había médico de guardia, o medicinas, o simplemente ganas de atender jodidos ayudantes de albañil que van a pagar de por vida no haberse puesto un condón. Mejor se fueron al Hospital Civil que es, en muchas de nuestras ciudades, algo parecido a una resignación suicida, a que no haya ni alcohol en las repisas.
Debe ser que a Jaime le faltó llegar silbando. Ah, la tonadilla…
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