Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 23 de octubre de 2011 Num: 868

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Jair Cortés

Alejandra (fragmento)
Inés Ferrero

Leonora, indómita yegua
Adrián Curiel Rivera

La ciencia física en los Panamericanos
Norma Ávila Jiménez

México: violencia e identidad
Ricardo Guzmán Wolffer

En la gran ruta
Marco Antonio Campos

Leer

Columnas:
Prosa-ismos
Orlando Ortiz

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


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Alonso Arreola
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Mardonio Sinta en Casa del Lago

La semana pasada hablamos de Lorca y el jazz. Hoy nuevamente nos meteremos en asuntos poéticos, pero con nuevos pretextos musicales. Principalmente: el festival Poesía en Voz Alta de Casa del Lago Juan José Arreola. Como cada año, el mítico espacio organizó recientemente presentaciones y actividades diversas en torno a nuevas formas de expresión poético-sonora. Pese a su variada e interesante oferta, sin embargo, sólo pudimos asistir a uno de los recitales: el del poeta Francisco Hernández encarnando a Mardonio Sinta (heterónimo, diría Pessoa), acompañado por un sutil trío de “soneros” atípicos (Miguel Cicero en piano y pandero turco; Anahí Hernández en zapateado y jarana; Darío Moreno en violín barroco), todos bajo la sobria dirección escénica de Mardonio Carballo, conductor del programa De raíz luna del Canal 22 y responsable de Las plumas de la serpiente con Carmen Aristegui.

Antes de ellos, eso sí, algo sucedió con sus “abridores”. Hablamos de tres jóvenes aspirantes a poetas que hubieran recibido más de un jitomatazo de no presentarse en un foro tan ecléctico y tolerante. Nos referimos a Manuel de J. Jiménez, Víctor Ibarra Calavera y Yaxkin Melchy, quienes aparecieron sobre el tinglado con sendos disfraces de entre cuya parafernalia destacaban máscaras y, en uno de ellos, una luz navideña enredada al cuerpo. Causaba sospecha la “escenografía” diseñada con más series de titilantes luces, límite para varios perritos electrónicos que deambulaban dando pequeños e insistentes ladridos; con algunas pelotas luminosas que rebotaban sin ton ni son entre sus piernas, cayendo de vez en cuando del proscenio en franca revolución contra la desordenada idea. En la pantalla: visuales de paupérrima factura y, de fondo, una musicalización cíclica que no alcanzaba a discernirse. (Es terrible cuando se usa a la música como si fuera una plasta sin importancia; sólo pegamento, cemento de cohesión obligada.)

Imagínese el lector semejante cuadro: los tres leyendo a gritos, sin ningún tipo de dinámica o interpretación, armados con micrófonos portátiles pegados a la boca, regañándonos a propósito del fenómeno poético, metiéndose en cualquier cantidad de problemas elementales. Los micrófonos fallaron y tuvieron que arrancarse las máscaras a pedazos para ser entendidos, además de que uno osó bajarse del tablado (tras un incómodo streeptease para liberarse de las luces navideñas), sin pensar que una vez en tierra no podría leer sus numerosas páginas por falta de luz. Otro intentó movimientos teatrales y se fue agachando hasta que perdió el equilibrio y cayó sentado para irse de espaldas en una viñeta que Condorito hubiera incorporado como final de chiste.

Además de la comicidad de la escena, señalamos el asunto porque pensamos que apoyar la creatividad de jóvenes apasionados por la poesía y las artes escénicas es fundamental, siempre y cuando sus propuestas sean breves, asistidas por expertos y sirvan como introducción (de lo que hacen y para el acto principal). Porque, si algún valor había en sus versos, se ahogó junto con ellos entre los árboles. Ni siquiera se quedaron para deleitarse con uno de los mayores escritores que tenemos. ¿Les importará realmente la poesía?

Minutos después, sentado al centro del escenario, rodeado por sus músicos, Mardonio Sinta –ya no Francisco Hernández–, “cantó” sus bellos sones con voz parsimoniosa, hiriéndonos de forma buena: “En tiempos de Ruíz Cortines/ quise dejar el alcohol./ Mejor me acerqué a Sabines/ fui un ciego bajo el Sol./ Desde entonces bebo fuerte,/ vinos caros y espumosos./ Por si hay memoria en la muerte,/ ya me sé ‘Los amorosos’ [...]/ Con estas coplas me ausento,/ me subo a los tabachines./ Si me ha de llevar el viento,/ que me lleve con Sabines.”

Honrando a su Veracruz natal, habló de hechizos, de béisbol, de alcohol y de mujeres peinadas por el viento. Malabareando octosílabos dejó en claro por qué tantos soneros tradicionales lo creen real, perdido en la selva como otros repentistas, sin sospecharlo con nombre distinto y viviendo en la colonia Roma del Distrito Federal. Francisco Hernández, en su papel de Mardonio Sinta (¿Quién me quita lo cantado?, así se llama el libro que publicó la UNAM con estos maravillosos textos), nos hizo llorar, reír, cantar en silencio. Sus acompañantes sonoros supieron dialogar con él, diestros y sensibles, sabedores de que la palabra es primer instrumento y guía. Finalmente citamos de nuevo al sonero y al poeta –los dos uno mismo–, para cerrar hablando de música, que de eso trata esta columna:  “Para bailar es preciso/ tocar un cuerpo invisible./ La música es un hechizo/ y no un ruido predecible/ porque cuando Dios la hizo/ el silencio fue posible”