Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 15 de mayo de 2011 Num: 845

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora Bifronte
Jair Cortés

Monólogos Compartidos
Francisco Torres Córdova

Justicia de la poesía
Ricardo Venegas entrevista
con Ámbar Past

Irvine Welsh, el mudo irreverente
Ricardo Guzmán Wolffer

Kavafis, Arlt y la imposibilidad de huir
Sonia Peña

Temple y temblor de Onetti
Rodolfo Alonso

Arlt y Onetti: los siete locos y el viento
Matías Cravero

El interés vuelto asombro
Miguel Ángel Muñoz entrevista con Ana María Matute

Leer

Columnas:
Galería
Alejandro Michelena

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Corporal
Manuel Stephens

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
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UNA MIRADA AMOROSA EN RETROSPECTIVA

RICARDO YÁÑEZ


Apuntes del exilio,
Carlos Montemayor,
INAH/Conaculta/La Cabra/Oak,
México, 2010.

Termina el libro, décimo canto, con una altura lírica envidiable: “Ese rumor, esa música distante, esa luz, éramos nosotros./ Era, pues, lo que no entendía./ Tan sencilla, tan cercana./ Sin más misterio que tus ojos./ Con tu silencio. Con el latido de tu propio cuerpo./ Con la sencillez de la piel./ Así, donde estamos. Así, ahora.” Olvidar no debemos que aunque en cantos lo leemos nosotros, el autor ha decidido denominarlos sin presunción apuntes, apuntes del exilio: lo que fuera del lugar de donde uno es se dijo, más exactamente se apuntó –abocetó, anotó, oyó– en uno. Y en este caso ¿cuál es el lugar de donde la persona poética que habla es? No otro, tema caro a la poesía, que la amada, la amada amada, perdonarán la frase hecha, en cuerpo y alma: “Llegabas en un instante imborrable/ que era indistinguible de tu cuerpo.” (Segunda estancia –llamaremos así a cada grupo de versos separado de otro por un espacio horizontal vacío– del mismo canto). “Otra vez te vuelve a escuchar el mar... Vuelve a ti lo que nunca nos perteneció/ pero muchas veces quiso ser nuestro.” (Primera estancia, canto noveno).  Soy viento tembloroso que se acerca. (Segunda estancia, mismo canto). “Llega la luz como distante música... Los pies se bañan en la frescura del alba. No quieres, acaso, salir de ti, abrir la puerta./ No quieres confundir este momento,/ alterar su quietud de estanque.” (Primera estancia del canto octavo). “La lluvia se resignaba a sólo caer sobre tus huellas.” Tu desnudez... “al cerrar los ojos siempre la veo encendida,/ al abrir su puerta siempre nos ilumina”. (Estancias quinta y primera del canto séptimo). “Esta mañana abro la puerta de la casa/ y entra el aroma de las frutas que envasaba mi madre./ Entra con el aire cálido de la huerta la risa de mis hermanas. Y el viento agita el blanco follaje de los álamos; y todo parece volar,  ascender...// Tuya era la luz que mi sangre me pidió buscar.../ Te debía buscar, me exigía el corazón...// Bajo el calor, agitas un pañuelo blanco: me estás llamando y no quiero partir.” (Estancias de uno a tres del canto sexto). “...vuelvo a tus ojos,/ al agua radiante de tu mirada.../ amante/ que en lo más alto del amor se estremece.../ te pregunto por ti, por la que eres;/ quién, en ti misma, sigues siendo, quién la que en tus ojos duerme y despierta...// afuera de nosotros, más allá, caía la lluvia. Ahora, traigo a mi espalda el verano que no estuvimos juntos/ y llamo a la puerta del largo otoño que no abriste.” (Versos de casi todas las estancias del canto quinto). Canto tercero: “...y no, no me importaba el universo/ sino tu sola estrella.../ ... reverberaba el agua virgen de tu boca// ... a través de muchas lluvias te miro.../ de la sangre que estremeció los cuerpos/ en los que nació mi cuerpo”. Canto segundo: “Pongo mis manos en tu cuerpo para saber dónde estoy...// Nada parecía más inmortal que tu risa./ Nada escuchaba más profundamente que tu respiración.” Y primero: “Reconozco en esta quietud/ la señal que proviene de tu aliento/ y desde lo más hondo me llama.” Esperamos con esta serie de miradas en retrospectiva haber logrado interesar al lector.


LECCIONES DE UN GRAN MAESTRO

RAÚL OLVERA MIJARES


George Steiner en el New Yorker,
George Steiner,
FCE,
México, 2009.

George Steiner ha declarado no ser un pensador o un creador de obras originales, sino un simple difusor de geniales ideas ajenas. “Soy un parásito, porque vivo de otros, pero un parásito contento”, dijo alguna vez en una entrevista. Las falsas modestias, ponerse uno al final de la fila para que alguien, siendo la mano invisible y justiciera de Dios, lo coloque al principio, parece ser uno de los trucos de la antigua escuela que, junto con otras estratagemas, figura en el maletín de herramientas del crítico. El camino del muchacho judío y lisiado de un brazo, pero dotado de una memoria prodigiosa que le valdría notas sobresalientes en el liceo francés de Nueva York, donde tendría por maestros a pensadores de la talla de un Claude Lévi-Strauss o un Jacques Maritain, habría de volverse tortuoso al entrar al medio universitario estadunidense y enfrentarse con sus deficiencias en matemáticas, física y biología.

Sólo tras un largo peregrinar por Yale, Chicago, Harvard y Oxford, donde no halló eco para sus intereses humanísticos dispersos, bastante inclinados hacia las letras, Steiner pasó por The Economist en Londres donde, desempeñándose como reportero, lo enviaron a entrevistar a Openheimer, por entonces al frente del programa nuclear. Aunque éste al principio lo recibiera con cajas destempladas, Steiner logró colarse al círculo científico más prestigiado de su época. Ahí acabó de pulir sus ciencias naturales y exactas. Poco después, habiéndose doctorado en Oxford, obtuvo una fellowship que le permitió pasar una temporada en Princeton, con Kurt Gödel y Albert Einstein paseándose por las aulas. Finalmente coronaría su carrera académica con un llamado en la Universidad de Ginebra para ocupar la cátedra de Literatura general, la primera en literatura comparada del mundo.

George Steiner se muestra satisfecho de su carrera universitaria y su papel como maestro. En su itinerante existencia entre Ginebra y Nueva York, donde pasaba cinco meses al año, reemplazó en The New Yorker a Edmund Wilson, el insigne biógrafo de Joyce, como reseñista de libros y crítico, publicando entre 1967 y 1997 más de 150 colaboraciones. La amplia gama de intereses y puntos de vista de este egregio doxógrafo, quizá el más grande de nuestro tiempo, no conoce fronteras, extendiéndose de la filosofía analítica a la antropología cultural, siempre con un estilo argumentativo e informado, ajeno a pruritos de estilo, con esas pequeñas grandes intuiciones que tan iluminadoras resultan a veces en el caso de los autores abordados en el libro, como Walter Benjamin, Albert Speer, Bertolt Brecht, Karl Kraus, Gershom Scholem, Elias Canetti, Thomas Bernhard, entre los de expresión alemana, o bien Louis-Ferdinand Céline, Cioran, Simone Weil, entre los franceses, sin faltar naturalmente los autores anglosajones, como Bertrand Russell, Noam Chomsky, George Orwell, Graham Greene, más algunos rusos como Solzhenitsin e incluso sudamericanos como Borges.