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Hugo Gutiérrez Vega
Recuerdo de José Rogelio Álvarez
José Rogelio Álvarez Encarnación era como un personaje de novela de Somerset Maugham: alto, delgado, flexible, elegante (le gustaban las corbatas de moño y los trajes príncipe de Gales), ingenioso y elocuente. Su bigote de coronel del Raj ya encanecido le daba, a la vez, jovialidad y prestancia. Era trabajador, sabía descansar e hizo de la conversación su arte principal. Dirigía, junto con Ángeles González Gamio (quien en el nombre lleva la actitud vital y la forma de tratar a los amigos y amigas) una hermosa tertulia que funcionaba en su espaciosa casa-biblioteca-pinacoteca de Churubusco, una vez al mes. Margarita, su secretaria, nos presentaba sorpresas culinarias y el vino rojo nos alegraba y soltaba nuestras lenguas (la mía con frecuencia exageraba en materia de anécdotas picantes y de palabras demasiado populares. Hago constar que Hernán Lara Zavala, el acertado autor de la gran novela Península, península, era el instigador de mis excesos verbales). La tertulia era un modelo de tolerancia y de libre expresión. Terminaba a las once de la noche y José Rogelio nos despedía en el portón de su casa con su bonhomía de caballero antiguo y su ánimo humorístico. Sergio García Ramírez, jurista sabio e integro, y Gonzalo Celorio, notable defensor de la integridad de la Academia de la Lengua, han escrito bellos textos sobre José Rogelio y nuestra tertulia (su gran virtud consistía en hacernos sentir en nuestra casa), y José María Muriá, visitante esporádico que se reunía con los tertulianos cuando lograba apartarse por unos días de ese Zapopan que tanto y tan mal crece y “prospera”, escribió un elocuente elogio de nuestro añorado amigo. Por eso quiero limitarme a recordar algunos de los temas que, a petición nuestra, exponía en la tertulia. Tal vez uno de los más interesantes fue el de su experiencia como jefe del proyecto de desarrollo de la Costa de Jalisco, durante el gobierno del maestro Agustín Yáñez, tal vez el mejor gobernador de Jalisco en el siglo XX. Yáñez y José Rogelio unieron la hermosa costa al resto del estado. El paraíso tropical estaba aislado casi por completo (las avionetas del capitán Fierro eran un valioso, pero precario medio de comunicación) y sus riquezas agrícolas, comerciales y turísticas se veían limitadas por el terrible aislamiento. Alguna vez (cuando el cuerpo aguantaba esos excesos) hice dos días de Guadalajara a Puerto Vallarta. Nos quedamos a dormir una noche en el rancho Los Volcanes y pasamos por las escarpadas montañas de Talpa y Mascota. La noche de nuestra llegada al puerto, que tenía menos de cinco mil habitantes y comerciaba con Nayarit, dormí como un justo en el Hotel Paraíso de don Toño Guereña, después de haber comido una milagrosa sopa de “cajos” y unos ostiones descomunales preparados al horno, en la casa de don Carlos Munguía y de su esposa Natalia, padres de mi alumno y amigo Carlos, quien, siempre fiel a su Vallarta, al terminar los estudios regresó al puerto y se convirtió en su cronista y promotor cultural. Le tocó ver el espectacular crecimiento de su ciudad y testimoniar las grandezas y los errores de eso que los humanos llamamos “progreso”.
Tomatlán, Barra de Navidad, Tenacatita y otros lugares de la costa, tenían a Manzanillo como única salida. El proyecto Yáñez-Álvarez unió a todos esos mágicos y ricos lugares con Guadalajara, centralista como el prepotente DF, pero también con el resto del estado. José Rogelio nos hablaba con entusiasmo y modestia de este logro capaz de justificar una vida. Su amistad con Yáñez y Rafael F. Muñoz, sus trabajos con Martín Luis Guzmán en la revista Tiempo; sus luchas para crear (en el sentido total de la palabra) la Enciclopedia de México, su amor por las artes populares, sus muchos libros y folletos sobre historia, cerámica y toda clase de artesanías eran otros de sus temas. Lo hacíamos hablar y cumplía nuestras peticiones en un español impecable y originalísimo. Nos escuchaba con atención y siempre mantuvo viva la curiosidad y cultivó la virtud del asombro ante todos los “alimentos terrenales”.
Lo recuerdo con afecto especial y añoro su hospitalidad y su sapiencia. Quiero decir algo infantil para culminar este recuerdo: lo veo dirigiendo una tertulia en el paraíso. En su nube se acomodan Yáñez, Muñoz, Guzmán, Cayetano Cantú y otros que lograron entrar al cielo (Dios tiene mejor gusto que los cardenales, arzobispos y obispos de una Iglesia que, para nuestra fortuna, tiene también teólogos de la liberación.) Veo a José Rogelio y lo escucho hablar con mesura y elegancia. Su tertulia debe ser la mejor del paraíso.
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