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Verónica Murguía
Otra vuelta
Ya estamos, de nuevo, en las fiestas. Suelo imaginarme diciembre como un tren rojo cursilísimo, reluciente, conducido, naturalmente, por Santa Claus. Desde sus ventanas saludan edecanes disfrazadas de elfos. Estas señoritas están muy escotadas y traen los calzones de fuera. Contrastan con las cocineras navideñas: uniformadas con delantales aristocráticos, llevan charolas en las que se amontonan pirámides de panqués mágicos. Hay osos polares que hablan (pero no dicen lo que sería natural escuchar: que el sobrecalentamiento los está extinguiendo); abuelitas sonrientes y bien peinadas; niños con estrellitas en los ojos y modelos de las tiendas departamentales. Estas últimas exudan una sensualidad un poco decadente que asocio, qué quieren, con una tarjeta de crédito sobregirada. Envueltas en seda, estas guapas muchachas miran la cámara de mi mente con los ojos entrecerrados y el labio inferior laxo, expresión muy socorrida entre las modelos y que no se corresponde con ninguna emoción humana.
Los automovilistas pusieron astas de reno en los coches, algunos meseros fueron obligados a ponerse gorros rojos y, eso sí me gusta, los árboles iluminados titilan en las ventanas. El tráfico varía. La televisión, la radio y los elevadores se llenaron del sonido de campanitas, y villancicos. Me he preguntado por qué tanto tilín y he concluido que sentimos nostalgia por la nieve, aunque no la conozcamos. Nos gustaría andar en trineo por el Desierto de los Leones y patinar por un lago de Chapultepec congelado. El que lo dude, que vaya a la pista de hielo que el gobierno de la ciudad ha dispuesto en el centro. Hay miles de chilangos haciendo cola, dispuestos a esperar para resbalarse diez veces sobre el hielo y hacerse polvo los tobillos. Yo carezco del valor para ir: la visión de las navajas en las suelas en los patines evoca accidentes en los que la víctima pierde un índice.
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La única vez que he estado en contacto cotidiano con la nieve fue en Canadá. Era muy fácil distinguir a los latinoamericanos: éramos los que en las nevadas salíamos a dejarnos mojar y abríamos la boca para que los copos nos cayeran en la lengua. El entusiasmo nos duró una semana. Después de siete días de resbalarnos y acabar con las rodillas moradas, olvidar los guantes y comprobar con horror que esas temperaturas pueden hacer que la nariz escurra sin gripe ni aviso, comenzamos a suspirar por nuestros países originarios.
Pero vuelvo a las fiestas. Tal vez me irritan porque de niña esperaba la Navidad y el Año Nuevo con ansias. Todo me gustaba: el ponche, la piñata –aunque sólo conseguía tejocotes apachurrados porque era flaca y torpe–, el árbol y el brindis de Año Nuevo (para los niños era con sidra).
Pero eso se terminó. Quizá porque tengo una clara conciencia de que el nacimiento de Cristo en un pesebre de Belén está medio olvidado y el Año Nuevo ha adquirido un tinte melancólico. En la publicidad, el Nacimiento es un pretexto dulzarrón; y en algunas casas, un motivo para redecorar la sala y desempolvar las figuritas que estorbaron todo el año metidas en una caja bajo la cama.
Todos engordaremos, nos endeudaremos y algunos imprudentes se besuquearán con quien menos les conviene en el brindis de la oficina. O no.
El año pasado me esforcé por hacer todo al revés: traté de no gastar, no fui a brindis, posadas, comidas ni cenas. El Año Nuevo llegó mientras leía, por centésima vez, Harry Potter y la Orden del Fénix. Asistí disciplinadamente al gimnasio, donde me encontré a diario con unos pocos, todos con vidas sociales insólitas. Leí a Dickens (muy buena idea), leí los Evangelios (idea maravillosa, aunque no lo crean) y me puse de malas.
Mi pobre esposo, espejo de paciencia conyugal, estuvo a mi lado pero se negó en redondo a enfurruñarse. Con toda razón, me dejó rabiar a solas. Y no me fue mejor, lo confieso, que en otras ocasiones.
Ahora no tengo plan. No voy a poner árbol, ni escribiré una sincera lista de propósitos que quedará olvidada la primera quincena de febrero. Tampoco me voy a encerrar, ni a fingir que estamos en mayo. Comeré con prudencia y asistiré al gimnasio, si es que puedo. Si no, me uniré al ejército de lonjudos que se incorpora a los corredores de los Viveros cada enero. Ojalá logre darle a este diciembre un sentido auténtico, basado en la caridad.
Deseo sinceramente pasar unas felices fiestas. Y deseo que usted, lector, se la pase feliz también.
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