Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 26 de diciembre de 2010 Num: 825

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Nadie
JORGE VALDÉS DÍAZ-VÉLEZ

Monólogos compartidos
FRANCISCO TORRES CÓRDOVA

La Nochebuena de los pescadores
JOOP WAASDORP

Crímenes de cacao
JORGE VARGAS BOHÓRQUEZ

Crumb y Bukowsky: el underground y la fama
RICARDO GUZMÁN WOLFFER

Dos poemas
CHARLES BUKOWSKY

El PAN: celebrar ¿qué?
MARCO ANTONIO CAMPOS

Leer

Columnas:
Galerķa
RODOLFO ALONSO

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA

La Otra Escena
MIGUEL ÁNGEL QUEMAIN

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
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La Nochebuena de los pescadores

Joop Waasdorp

Dentro del panorama más bien burgués, o aburguesado, que implica toda consideración biográfica de los autores neerlandeses contemporáneos, la figura de Joop Waasdorp (Amsterdam, 1917-Valencia, 1988) presenta el aspecto de un personaje de cuento de Jack London. Nació en el seno de una familia obrera, desde muy joven se dedicó al periodismo, fue detenido por los nazis en 1943 y condenado a trabajos forzados en Bremen, luego emigró, en 1956, a Australia con toda su familia y trabajó allí como marinero, pescador, peón..., regresó a los Países Bajos en 1962 y de repente se puso a escribir cuentos. No es autor de obra exuberante: sólo tres volúmenes de cuentos, un guión de cine y una novela publicada como folletón en una revista, amén de sus traducciones de George Orwell.

Cuando leí sus cuentos, allá por los años ochenta, Waasdorp pasaba la mayor parte del tiempo a bordo de su velero, y la silueta de uno de tres palos campeaba en el membrete de sus cartas. El mar (Thálassa) es un protagonista siempre presente en la obra de Waasdorp, también en este cuento antológico, y que por serlo figura en todas las buenas antologías de literatura neerlandesa contemporánea.

Lo traduje con su permiso y luego me olvidé de la traducción, porque me puso unas objeciones a mi juicio ridículas, ya que las hacía sin saber español y a partir de nada más un diccionario donde, como en todo diccionario, faltaban los contextos.

Recientemente he venido a enterarme de su muerte (no sé por qué, pero a mí los lobos de mar me parecía que llegaban todos a centenarios) y he rebuscado en mis papeles y he releído esa traducción rigurosamente, cotejándola frase a frase con el original. Me atrevo a darla a la imprenta, como un homenaje a fortiori a su autor. Vale.

Ricardo Bada

La escuela estaba requetebién: que conste. Había mucho que aprender, y tenías que hacerlo tan rápido que apenas podías mantener ese ritmo. No teníamos simples maestros, sino profesores, sólo profesores. Un día aparecieron dos en la escuela con una gorra en la cabeza. La cosa se puso pronto de moda, así que al poco tiempo todos los profesores usaban gorra. Llegaban a pie, francos y despreocupados, lo que en realidad sólo era apariencia. Porque en alguna otra cosa, no sé exactamente en qué, se notaba que nuestros profesores no llevaban una vida fácil.

Estaba en marcha una corriente que hacía llamar docentes a nuestros profesores, y además le daba lustre al conserje, aquel fiel peón de brega, con el nombre de adjunto. También se pensó en nosotros, los estudiantes. Teníamos que llevar gorras de terciopelo, de un color distinto para cada curso. Sin embargo, ninguna de estas cosas peregrinas logró imponerse nunca. Lo que sí se impuso fue el pantalón bombacho. Los de nuestra clase fuimos los pioneros del bombacho. Las vueltas de nuestros bombachos colgaban bastante bajo. Casi trastabillábamos con ellas, que poco menos que arrastraban por el suelo, pero justo así tenía que ser, eso era lo auténticamente inglés.

Los profesores estaban divididos en dos campos. Un grupo se prendía en las solapas insignias socialistas, el otro usaba ídem liberales. Un personaje se hallaba al margen de todas las disputas: el director. No usaba gorra sino un sombrerete de los supercaros, probablemente extranjero, importado. Tenía una magnífica voz de bajo, lo veíamos poco y estaba como envuelto en una nube de calma.

Nuestros profesores puede que tuvieran su buena ración de dificultades, pero en clase se portaban no pocas veces de manera bastante traviesa. Igual hacían propaganda de uno u otro partido político, que contaban chistes de los más vulgares. Pero, eso sí, no se les ocurra pensar que toda la enseñanza se tomaba a broma. Todo lo que nos reíamos en clase lo teníamos que recuperar luego en casa. Y si no lo hacías te encontrabas con un Reprobado así de grande.

Si habías estudiado durante años, duro y parejo, te daban al final un diploma, y con un poquito de suerte podías convertirte en el meritorio más joven de alguna oficina, por diez florines mensuales (febrero también contaba como un mes completo). Esto no era culpa de nuestra escuela. Después de todo, también teníamos que esforzarnos por conseguir una base. Y una base, bueno, una base siempre es una base. Pero hay más: algunas de nuestras celebridades actuales, conocidas por la radio y la tele, estuvieron con nosotros en el mismo curso.

El plan de estudios era muy variado, no sólo incluía griego y latín, en serio, sino también las artes plásticas, quiero decir dibujo, para lo cual nuestra escuela disponía de un salón en forma de anfiteatro. Estos eran los dominios de un profesor en quien pienso de vez en cuando. Al final de esta historia sabrán por qué.

Era una persona alta y más bien torpe. Hace diez años lo vi en el Museo Municipal, sentado enfrente de un Picasso. Con la gorra puesta, lo que en su caso no era extraño, porque nuestro profesor había sido uno de los dos que desencadenó en la escuela, entre sus colegas, la racha de la gorra. Y de haber tenido que jurar, lo habría hecho por su gorra. Tanto fuera como dentro de la escuela, e incluso durante la clase de dibujo, siempre llevaba encasquetada la gorra, una cosa aplastada, plana, en forma de tortilla, que no por eso campeaba menos pulcra sobre su cabeza.

Contra eventuales desórdenes tenía un método preventivo bien convincente. Le bastaba colocar un cartón sobre el armario bajo de la pared frontal, y en él, con letras enérgicas, aparatosas, pintaba a mano la palabra silencio. Esta advertencia se mantenía en pie sostenida por un terrorífico cuchillo de monte: la punta del arma asesina hincada en el armario, la mitad del mango sobresaliendo del cartón. Nuestro profesor se sentaba atento, repantigado como un príncipe, y naturalmente con la gorra calada, al lado de esa advertencia. Una cosa sí que no hacía: dibujar. Nunca le vi trazar una línea. Para compensar, nosotros dibujábamos bastante más, tanto las figuras corrientes como también alguna que otra vasija de cristal en combinación con un estuche, o un cacharro de cobre con una manzana.

Si dominas el asunto, dibujar debe ser con seguridad una linda ocupación. Pero si no eres capaz de dibujar absolutamente nada a derechas, y no obstante te ves obligado a hacerlo, y por un hombre con una gorra, entonces dibujar es harto amargo.

Nunca he sido capaz de dibujar. Las figuras y los bodegones sólo lograba sacarlos adelante un poco a trancas y un mucho a barrancas. Por dicha, nuestro profesor de dibujo no armaba ningún escándalo a causa de la calidad de nuestras obras. Las hacía desaparecer sin ruido en el interior de una gran carpeta, y no volvía a molestarte por su causa. A no ser a través de las notas de calificación, naturalmente. ¡Ahí sí que no había regateo! En dibujo yo sacaba (también) un 1 (el 10 era la nota más alta), debido a que, según creo, la Ley de Enseñanza establece que no aparezca ningún cero en los libros neerlandeses de clasificación escolar. A condición de darlos con tasa, los estímulos son una buena cosa... deben haber pensado en La Haya.

Se acercaba la Navidad. El día de la última clase de dibujo, antes de las vacaciones, todos pudimos tomar del montón una hoja entera de papel, impoluta, flamante. Nuestro profesor de dibujo vino expresamente a pararse delante de nosotros. En una sola hora de clase teníamos que reproducir en imágenes alguna cosa del mundo exterior, dijo: algo, ya fuera ser humano, cosa o animal, que hubiese despertado nuestra atención. Por lo visto se daba cuenta de que era una tarea difícil, porque al menos nos echó una mano. Por aquellos días había cerca de nuestra escuela una especie de kiosco de flores. Nuestro profesor de dibujo se había encalabrinado con aquella garita.

“Un sitio ameno, colorido, en medio del tráfico agitado de la ciudad”: así lo calificaba siempre. Y volvió a hablarnos de él: “Pensad por ejemplo en el lindísimo kiosco de flores que nos encontramos apenas pasada la verja” (dijo), “me figuro que a alguno de vosotros podría gustarle dibujar algo tan hermoso”.

La clase puso manos a la gran obra. Mi pupitre estaba en medio de la sala de dibujo, gracias a lo cual podía ver bastante bien todo lo que estaba surgiendo alrededor. La sugerencia de nuestro profesor había sido aceptada de buena gana: pululaban los embriones de puestos de flores, por todas partes se veían puestos de flores. La única que no dibujaba un puesto de flores era una muchachita linda como un cuento de hadas, de ojos grises y soñadores. Se llamaba Annie. Durante años la he incluido entre las estrellas salidas de nuestra escuela. Creí que había llegado a ser una gran cantante. Siempre que la oía cantar por la radio, volvía a ver sus maravillosos ojos. Un día hice una necedad. Fui a una de sus actuaciones de por la tarde. Pero aquella no era ella. También se llamaba Annie, sí, pero tenía los ojos castaños, color café, casi negros. Sea como fuere, la verdadera Annie no dibujó ningún puesto de flores durante esa clase de antes de las vacaciones de Navidad de hace tantos años, sino un espléndido organillo callejero.

Pero volvamos a mí. Yo no sabía qué dibujar. No quería hacer un puesto de flores, quería ser original porque, desde luego, ¿qué otra solución me quedaba... si un puesto de flores era muy difícil para mí, y también un organillo callejero, y en realidad cualquier cosa? Así es que tenía que ser una cosa bien especial, y además algo completamente sencillo. Nuestro profesor de dibujo nos contemplaba sentado cerca del cartel de silencio y su cuchillo, y ni qué decir tiene con la gorra puesta. Yo no quería que se diera cuenta de que no dibujaba, y por eso hice como si estuviese borrando del papel unas líneas equivocadas. De resultas de lo cual, la hoja inmaculada no quedó más limpia, naturalmente. Después de media hora, lo que tenía delante era un papel manoseado y con dobleces en las puntas. Holanda entera que me lees:

A mi alrededor crecían por doquier los puestos de flores, y también Annie adelantaba rápido en su organillo callejero, pero yo andaba medio desesperado. Aun cuando quizá sea un poco tonto, tengo que decirlo, y lo voy a decir, qué fue lo que decidí hacer en esa situación tan apurada. Dicho sea de paso, es necesario que ustedes sepan que el papel tenía un formato de 50x60 cm aproximadamente.

Tomé otra barrita de tiza azul, del azul más duro del planeta, y llené con él unas tres cuartas partes del papel. Nada aéreo ni vaporoso, sino bien espeso. Sobre todo quería hacer un dibujo que se viese bien. La faena costó –claro está– mucha tiza, pero el material nunca había escaseado en nuestra escuela. Cuando la barrita de tiza se gastaba, volvía a tomar otra. Entretanto había levantado una pared altísima de un azul ponzoñoso. El papel, trabajado de esa manera, no suele quedarse liso: cuando hube terminado la pared, ya estaba un poco abarquillado. Puse tanta cantidad de azul que había una capa de añil en polvo sobre el papel. Colocando mi creación en forma vertical por debajo del pupitre, hice que se desprendiese la capa de añil sobre el suelo. Lo que quedó fue una superficie azul agresiva, colosal, que no se decoloraba tan fácil. Además, había logrado que la línea superior, aunque no por completo horizontal, fuese una línea decentemente recta. Y lo manoseado del papel ya no lo podía ver nadie, porque eso estaba a buen recaudo debajo del azul. La mayor parte del trabajo estaba hecha: el resto era cuestión de coser y cantar.

Por encima del azul dibujé un semicirculito, una pequeña, pequeñísima cáscara de nuez, con un mástil chiquito, todo de un tamaño menor a la cabeza de un fósforo, y después planté arriba una vela transversal. En comparación con el resto, la cosita aquella no era mayor que una mosca.

La terminé de dibujar en un santiamén. Arriba, a la derecha, justo debajo del borde de la hoja, escribí el título todo lo bien que pude:

La Nochebuena de los pescadores.

Puede que les parezca extraño, pero yo fui el primero de todos en terminar. Volví a contemplar mi obra, soplé por encima para ver si todavía quedaba polvo azul sobre el papel, pero no lo había, así es que me fui con mi obra hacia donde estaba nuestro profesor de dibujo, quien se hizo cargo de mi gran superficie azul y la contempló un rato, muy pensativo.

–Este azul –preguntó– ¿qué es en realidad?

–Eso es el mar –le dije.

Acercó el dibujo más a sus ojos y leyó en voz alta las palabras del ángulo superior derecho:

La Nochebuena de los pescadores.

– ¿Dónde están los pescadores?

– A bordo –dije.

– ¿A bordo? –preguntó:– ¿a bordo de qué?

– A bordo de ese barco –dije, y señalé con el índice la cabecita de fósforo.

Nuestro profesor de dibujo contempló largo rato aquel átomo de polvo, después me miró brevemente y a continuación de nuevo la hoja azul. Y así se quedó bastante tiempo con la mirada fija.

De repente hizo algo que yo nunca había visto todavía: se sacó la gorra. La gorra, sí, aquella tortilla. Se la sacó real y verdaderamente de la cabeza. Y mientras la mantenía vuelta, de modo que se le podía ver el forro, dijo:

–Ante una cosa como ésta, hay que descubrirse.

Después se la volvió a encasquetar y así se quedó.

Traducción del neerlandés de Ricardo Bada