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Hipermicro (I DE II)
Apersónese el improbable lector en cualquiera de los muchos, los demasiados centros comerciales que polucionan la geografía de este gemebundo país habitado mayoritariamente por mexicanos. Una vez que su inestimable persona se encuentre ya en uno de los también agringadamente llamados móls, dirija sus pasos hacia la zona, por lo regular infaltable, donde se ubica uno de los tantísimos complejos de salas de proyección cinematográfica asimismo conocidos como multiplex. En él, sírvase de los privilegios que la vista otorga y constate que, si se trata de un multiplex relativamente modesto, habrá indicaciones de que ahí coexisten, cuando menos, seis espacios seis –y más de diez y hasta catorce o quince en donde prive la inmodestia empresarial–, claramente compartimentados, respecto de los cuales la más elemental de las lógicas hará colegir que dicha compartimentación obedece a la necesidad –comercial, mercadotécnica, no importa cuál sea la naturaleza de dicha necesidad– de ofrecer, en el caso del ya referido multiplex modesto, seis películas distintas y no cinco, ni cuatro, mucho menos un par de ellas o una sola.
Compruébese entonces que, como todos los años a fin de año –y de modo idéntico a como acaece durante el verano, concretamente a lo largo del escolar período vacacional–, una vez más ha saltado en añicos la supuesta lógica bajo la cual el oferente cinematográfico conocido como exhibidor se mandó construir no una ni dos ni tres, sino al menos seis salas, que es decir seis pantallas como mínimo en cada ubicación geográfica; lógica de hecho implícita en el apelativo mismo (multiplex), traicionada flagrantemente a consecuencia de la mucho muy excesiva, la demasiado reiterada, la conspicua y repetitivísima presencia de un número elevadamente artero, arteramente elevado, de copias de sólo dos o tres filmes que copan un porcentaje grosero de los seis, los diez, los doce o los espacios que sean, según el mól al que Uno le haya concedido la gracia de su inestimable presencia.
LA GENTE Y SUS VOCEROS
Dos animaciones y dos ficciones, tres cuando mucho, son las que en las dos últimas semanas del último mes del año, abarcan prácticamente un ochenta por ciento del espacio disponible en México para ver cine: Enredado, dicen que codirigida por Nathan Greeno y Byron Howard; Megamente, cometida por Tom McGrath; Las crónicas de Narnia: la travesía del viajero del alba, perpetrada por Michael Apted, y cómo podría faltar, Harry Potter y las reliquias de la muerte, maquilada por David Yates. Añádase quizá Skyline, la invasión, cuya realización debe achacársele a dos hermanos apellidados Strause.
Antes de (re)buscar en ellas ya no digamos novedades, hazaña improbable, sino al menos algunas particularidades, conviene detenerse en sus afinidades, de las cuales destacan dos: la primera pareciera obvia y consiste en que las cinco películas fueron producidas en este mismo año. La segunda también pareciera obvia, por desgracia, y se trata de que todas ellas tienen como país de registro a Estados Unidos. En otras palabras, ocho de cada diez salas de cine hoy en día –y son más, de hecho, si se toman en cuenta todas las películas en exhibición– están ocupadas por el cine estadunidense, independientemente de la calidad de éste, en cada caso en particular.
No se trata, como bien se sabe, de una realidad estacional, que más adelante cambiará dando paso a otra menos entreguista, culturalmente hablando, pero por más que una situación como la descrita sea el pan de todas las temporadas, Uno porfía en la indignación y se pregunta si de verdad no hay modo de que la cosa cambie. Al son de que la cinematográfica es una industria sujeta a las carniceras leyes de la oferta y la demanda, los beneficiarios de tanta distorsión se llenan los bolsillos de dinero y la boca de argumentos-cascajo: “así es esta temporada”, “son las películas que vienen más fuertes”, “es lo que la gente quiere ver y por eso se le asigna todo ese espacio”, “¿para qué programo una película [mexicana, no por azar sino casi por sistema] que nadie quiere ver?”
Siempre será pernicioso hablar a nombre de “la gente”, así de general y de amplio el concepto “gente”, como si se tratara de un solo ser, una especie de hidra con millones de cabezas todas pensando y deseando igual. Hacerlo en cuestión de preferencias cinematográficas es simple y sencillamente una falacia convenenciera, esgrimida precisamente por quienes previamente amaestraron a “la gente” para que gustara de aquel miasma, para luego afirmar que ellos no hacen sino satisfacer gustos.
(Continuará)
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