jornada


letraese

Número 173
Jueves 2 de Diciembre
de 2010



Director fundador
CARLOS PAYAN VELVER

Directora general
CARMEN LIRA SAADE

Director:
Alejandro Brito Lemus

pruebate



editorial

Joaquín Hurtado

Laberinto circular

El infectólogo observó la lesión en mi boca y se limitó a llenar un formulario, me aseguró que todo se resolvería rápidamente en manos del especialista apropiado. Me remitió con un otorrino.
Fui con mi papelería a la ventanilla de citas. Una gentil damita me advirtió que la fecha más próxima para ver al otorrino sería en dos meses. Acepté, ni modo de ir con un médico externo y luego enfrentarme a las consecuencias de un mal diagnóstico.
Llegó el día. El otorrino repasó de cabo a rabo mi expediente, se rascó la calva y preguntó sobre el motivo de mi visita. ¿Creería que yo estaba allí sólo porque quería ver su flamante dentadura postiza? Idiota. Abrí la bocaza y le señalé la horrenda realidad que seguía creciéndome en el labio. El doctor se mantuvo siempre inclinado en su escritorio, hojeando mi expediente. Ni siquiera se me acercó un milímetro a revisarme, a duras penas se concentró en la descripción de mi dolencia. Dando un gran bostezo se declaró incompetente. Sin más rodeos me envió con un especialista maxilofacial no sin antes iluminar las tinieblas en las que siempre he vivido. Vocalizando exageradamente como si yo fuera sordo me explicó algo que yo no sabía y quizás ustedes tampoco: “los oto-rrino-laringó-logos sólo atendemos problemas de oídos, nariz y garganta”.
La cita con el maxilofacial estaba a sólo tres meses. Años luz para mí que quiero vivir con calidad esta perra existencia. Pasaron las semanas, la bolita en mi labio engordaba, soberbia, invicta. Llegué temprano con el maxilo. Había veinte personas antes que yo. Toda una mañana de espera sirvió sólo para que en cuanto el médico escuchara la palabra sida me despachara igual, aunque un poco más enojado, a reiniciar el camino.
Perdido en el laberinto circular de la desesperación, me presenté con el primer médico general que hallé. Antes de lanzarle la caballería pesada de mi serodiagnóstico, el gris hombrecillo me pidió que le mostrara el grano que tanto me apuraba. Me hurgó sin asquito, casi se introdujo completo en mis fauces. Me dijo que la lesión era muy sencilla de curar. No era más que un vulgar condiloma que adquirí en alguna noche loca de amor entre sardos. Me citó para el día siguiente en cirugía. De un certero golpe de bisturí el tímido mataperros me liberó de aquella humillación. Lo bueno de todo el cuento es que allí conocí a Israel, un enfermerito que amable me dio su mano y media hora de su radiante belleza: Israel, igual que el pueblo de Dios.


S U B I R