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Guerra sucia en Colombia
La Macarena, enorme fosa para opositores

El ejército tiraba cuerpos al cementerio, ya fueran de guerrilleros o líderes sociales

Admite la fiscalía general que se reportaron 210 mil desaparecidos en 2006-2009

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Reclamo popular, en el barrio de La CandelariaFoto Blanche Petrich
Enviada
Periódico La Jornada
Miércoles 8 de septiembre de 2010, p. 2

Meta, Colombia. Los habitantes de La Macarena –un caserío aislado de los Llanos Orientales al que se llega sólo en avioneta o canoa por el río Guayabero– se acostumbraron a llevar en silencio una contabilidad luctuosa. Cuando un helicóptero del ejército aparecía haciendo maniobras de descenso al pie de la base militar local con uno o varios bultos colgados de la cabina, sabían que su cementerio municipal recibiría un nuevo cuerpo sin identificar. Un NN más. Nomen nescio, nombre desconocido.

Ninguna autoridad cumplió jamás con los mínimos requisitos legales para la inhumación. Los militares de las brigadas móviles de la Fuerza de Despliegue Rápido tiraban su carga y se retiraban. El ejército registraba cada cuerpo como una baja enemiga, un terrorista menos. Un trofeo de guerra, a final de cuentas. Referido como un guerrillero muerto en combate, rendiría alguna ganancia monetaria, méritos para un día de descanso más, puntos para un ascenso. En el argot castrense les llaman falsos positivos.

Pero la gente de La Macarena –que tiene sólo dos calles pavimentadas, que goza de electricidad un par de horas cada tarde con una planta de luz que suele descomponerse, que cuenta con dos billares y varios bares para esparcimiento de los soldados de la base– nunca tomó como cierto que se tratara de guerrilleros muertos en combate.

Algunos sí serían guerrilleros muertos. Pero no todos. Aquí todos sabían de demasiados campesinos, líderes comunitarios, defensores de derechos humanos o representantes gremiales, a veces mujeres o niños que morían en los retenes o parajes solitarios, abatidos por soldados o paramilitares, asegura el abogado Edinson Cuéllar, del Comité Sociojurídico Orlando Fals Borda, con ocho años de trabajo como defensor de víctimas de la violencia en la zona.

Muchos cuerpos de civiles ejecutados nunca se recuperaron, escamoteados dentro de los inexpugnables cercos militares. Desaparecidos.

El libro del sepulturero

El sepulturero Jesús Antonio Hernández hacía, a su leal saber y entender, las autopsias. Anotaba en un cuaderno la fecha, el número de serie y año por cada paquete recibido. Y luego procedía a cavar, una tras otra, en orden aleatorio, las fosas. No siempre hubo tiempo para sepulturas individuales. En el pueblo se contaban y regaban historias lúgubres. Se sabía que a veces eran tantos los cuerpos que se necesitaba maquinaria pesada para cavar los hoyos donde arrojaban bolsas negras por docenas.

Después Jesús marcaba cada sitio con una tablita de madera con números negros: serie y año. El registro empieza en 2004. Con los años los enterramientos se fueron agregando, apretando. El anexo del panteón, una franja de tierra que bordea el pie de la meseta donde se asienta la base de la Fuerza de Tarea Conjunta Omega, creció con el conflicto armado; secuela inevitable de la violencia desmedida que se ejerció sobre la población civil durante los años del uribismo.

El libro del sepulturero se hizo cada día más grueso. Hoy es una pieza importante en el expediente de la querella judicial presentada ante la procuraduría de Colombia. Y el sepulturero, como testigo clave del caso, es ahora blanco de quienes buscan la impunidad.

Hace algunas semanas Llano 7 Días, el diario de Villavicencio, capital departamental, reportaba que el único empleado del cementerio municipal había sufrido un atentado y que su casa había sido ametrallada. Imposible acercarse a hablar con él. Dos militares de la base se han instalado en su domicilio como inquilinos. Don Jesús ya no habla con nadie.

En julio del año pasado, Llano destapó quizá involuntariamente el escándalo de la fosa común cuando publicó que el alcalde de La Macarena, Eliécer Vargas, solicitaba 6 millones de pesos (poco más de 3 mil dólares) para comprar bolsas e implementos para las necropsias del cementerio. Para justificar el gasto extraordinario en una comunidad tan pequeña, reconocía que el panteón albergaba más de 2 mil cadáveres trasladados durante los últimos años desde los municipios vecinos: La Uribe, San Vicente del Caguán, San José del Guaviare, Vista Hermosa y Mesetas, escenarios de intensas confrontaciones entre el ejército y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).

A raíz de las investigaciones que han hecho el Colectivo Sociojurídico y la Coordinadora de Derechos Humanos del Bajo Ariari, se ha comprobado que es la fosa clandestina más grande de América Latina, hasta ahora.

Aunque en rigor no es clandestina. Los militares nunca pretendieron ocultarla. Basta con que los soldados del cuartel se asomen a sus torretas de vigilancia y miren hacia abajo para abarcar los cientos de montículos de las tumbas sin nombre ni cruz. Y según los cálculos de las organizaciones humanitarias, quizá tampoco sea el tiradero de cadáveres más grande en Colombia, país que se ha desangrado durante las cuatro décadas recientes por los sucesivos conflictos armados.

La fiscalía general admite que entre 2006 y 2009 se reportaron 210 mil desaparecidos en el contexto del conflicto armado. Menos de 2 mil 500 han sido encontrados en fosas como ésta. Pero hay indicios de al menos 4 mil sitios donde se presume hay entierros ilegales, de los cuales sólo se investiga una docena.

Del despeje a la retoma, un teatro de guerra interminable

El municipio de La Macarena, semiselvático y situado al pie de una pequeña serranía del mismo nombre, que se desprende de las dos cordilleras andinas que cruzan Colombia, fue colonizado por campesinos desplazados de la guerra civil de los años 50. Era primordialmente región agrícola y ganadera. Nunca se formalizó la escritura de tierras en favor de sus agricultores.

Según documenta la revista Noche y niebla, del Banco de Datos sobre Violencia y Derechos Humanos, en los años 80 llegó el paramilitarismo a los Llanos Orientales como una franquicia del grupo Muerte a Secuestradores (MAS), promovido por finqueros como Alberto Uribe Sierra, padre del ex presidente Álvaro Uribe. El cacique esmeraldero Víctor Carranza, El Patrón, se hizo de la plaza y mediante el despojo de tierras amplió la frontera de las plantaciones de coca hacia estas llanuras.

Estas bandas, además de controlar el narcotráfico, participaron activamente en la campaña de exterminio de la Unión Patriótica (4 mil militantes asesinados, además de toda su dirigencia, sus candidatos y toda su bancada legislativa), que había abierto una ventana para el abandono de la vía armada y la incorporación de las FARC a la vida política.

Fue la llamada década del genocidio (1985-1995). Ya para entonces las bandas dispersas de paramilitares actuaban federadas en las Autodefensas Unidas de Colombia.

A finales de los 90, La Macarena formó parte de la llamada zona de despeje ordenada en 1999 por el entonces presidente Andrés Pastrana para facilitar los diálogos de San Vicente del Caguán con las FARC. Fue una extensión de 42 mil kilómetros, que incluyó los municipios de La Uribe, Mesetas y Vista Hermosa en el Meta y por San Vicente en el departamento vecino del Caquetá.

En ese periodo la guerrilla concentró efectivos, intensificó el reclutamiento de nuevos milicianos entre el campesinado y afianzó su control en la zona apoyando las organizaciones sindicales y comunales.

Al fracasar la mesa de diálogo, Pastrana ordenó la ofensiva con la primera fase del Plan Colombia, que en pocos años multiplicó por 10 la capacidad de fuego de las fuerzas armadas. Ya con Uribe en la presidencia, con la idea de desalojar a las FARC, se intensificó la militarización de la zona con la fuerza de tarea conjunta Omega y la cuarta división del ejército. La participación de asesores del Pentágono desde la base de Apiay, en Villavicencio (capital del Meta), también se profundizó. Luego vinieron el Plan Victoria y el Plan Patriota, este último el mayor operativo militar en la historia del país. Estas avanzadas del ejército nunca limitaron en lo más mínimo su simbiosis con el paramilitarismo y, por tanto, con el narcotráfico, apunta en su libro Colombia Feroz el periodista español José Manuel Martín Medem.

Y ahora está en curso el Plan Consolidación. Hoy en la antigua zona de despeje están asentados casi 20 mil elementos del ejército. Los frentes guerrilleros que comanda El Mono Jojoy se han replegado a su retaguardia aunque permanecen en la zona, reconvertidos en interfrentes o comandos conjuntos de área (Revista Arcanos, de la Corporación Nuevo ArcoIris).

Según los abogados y defensores del Colectivo Sociojurídico Orlando Fals Borda y el Comité de Derechos Humanos del Alto Ariari, que desde hace una década mantienen presencia en los caseríos representando a las víctimas, nunca antes se violaron los derechos de las personas en forma tan inhumana como en los ocho años recientes, pese a los antecedentes violentos de la región. Y como en el resto del país, violencia, despojos y pobreza han expulsado a más de la mitad de los pobladores de caseríos hacia las orillas de las ciudades cercanas, a la mendicidad.

Con la llamada recuperación del gobierno, la frontera de la coca también se extendió, pese a los programas de erradicación.

Según un documento elaborado por los investigadores de Verdad Abierta: Gustavo Duncan y Alejandro Reyes, por encargo del gobierno de Holanda (que coopera con Estados Unidos en el Plan de Consolidación Integral de La Macarena, con un costo de 200 millones de dólares), luego de la expulsión de la guerrilla se observa en la zona un incremento de la actividad de narcotraficantes y la expansión de los dominios de dos bandas paramilitares emergentes, las de Pedro Guerrero, Cuchillo, y Daniel Barrera, El Loco, compradores de tierras mediante amenazas y asesinatos.

Estos asesores sostienen que pese a la superioridad militar del ejército en la zona, el Plan Consolidación no ha logrado erradicar las condiciones sociales que hicieron funcional la inserción de las guerrillas. Continúan la precariedad de los derechos de ciudadanía, la ausencia de justicia para resolver conflictos y la existencia de economías ilícitas.

Tierra arrasada

El 22 de julio pasado, cuando faltaban dos semanas para el fin de la presidencia de Álvaro Uribe, unas 500 personas, entre ellas parlamentarios colombianos y europeos, observadores de derechos humanos, líderes sociales y familiares de ejecutados y desaparecidos de la región central de Meta, Caquetá y Guaviare, se reunieron en La Macarena para realizar una audiencia pública durante tres días, por iniciativa de la senadora Gloria Inés Ramírez, de Polo Democrático.

Unos llegaron en avioneta desde la capital. Otros a pie, por veredas; en canoa, por el río Guayabero, o por las brechas en camionetas de doble tracción. Se congregaron en la cancha de deportes y durante tres días le pusieron palabras a la violencia y el sufrimiento que han padecido desde que el ejército colombiano, con asesoría militar estadunidense, empezó a aplicar aquí el Plan Colombia para derrotar a la guerrilla, sólidamente implantada en esta región central.

“La Macarena nos fue presentada a los colombianos como el laboratorio más exitoso de la seguridad democrática –dice el senador Iván Cepeda, fundador del Movimiento de Víctimas de Crímenes de Estado–, como una zona plenamente recuperada y consolidada por el Estado. Ahora tenemos claro que aquí no hubo recuperación del territorio sino arrasamiento”.

En tres días se registraron en video 15 horas de testimonios. Hechos horrendos narrados por los sobrevivientes. Como el relato de Fernando Landino sobre el asesinato de su madre: la mujer había ido con el hijo y tres amigos a pasear a Caño Canoas. Llevaban gallina para el almuerzo. Después de comer, los chicos se alejaron a pescar. Cuando oyeron disparos corrieron a donde habían dejado a la madre. El lugar estaba lleno de soldados de la brigada móvil tres. Pensaron que la mujer que lavaba trastes a la orilla del río era guerrillera y sin más la mataron.

O el testimonio de las desapariciones de dos campesinos, Jesús Reyes y John Jairo Ruiz, secuestrados por soldados en el pueblo El Palmar. Luego de mucha búsqueda encontraron sus fotos en el cementerio de Granada. Les habían tusado la orejita y los testículos, la lengua se las dejaron de corbata y los muslos como carne para asar, dice el amigo.

Así, el padre de Gerardo Borda, a quien le arrebataron al hijo en la comunidad Candilejas para ir a dejar el cuerpo en Mansitas; la muerte del presidente de la junta comunal de Puente Nuevo, José Vicente, a quien unos militares le pidieron de favor que los llevara en su canoa y en el camino lo mataron. Maestros, promotores de salud, dirigentes campesinos, líderes comunales, familias enteras encontraron un final similar. Así pasen muchos años, nunca vamos a olvidar que nuestros compañeros ya no están aquí, decía un hombre viejo que nombró a media docena de dirigentes comunales desaparecidos entre 2004 y 2008.

“Habíamos oído de nuestros padres los cuentos de los años de La Violencia (así se le llama al periodo de la guerra entre conservadores y liberales que se desató después del bogotazo, que se zanjó con un pacto en el que por décadas las dos fuerzas dominantes se alternaron el poder). Pero nunca creímos que lo íbamos a ver con nuestros propios ojos, a vivir en nuestras carnes”, decía otro más joven, en su turno ante el micrófono.

Muchos de estos asesinatos de civiles fueron presentados como guerrilleros muertos sin serlo, explica Edinson Cuéllar. Mediante gestiones, el Colectivo Orlando Fals ya logró identificar a cinco de estos falsos positivos entre los NN de La Macarena. Y trabaja en cerca de 49 casos más.

En los testimonios de las víctimas son reportados como responsables de la mayoría de las desapariciones las brigadas móviles de la Fuerza Omega, que en esos años peinaban la zona intensamente buscando al comandante del Bloque Oriental de las FARC, Jorge Briceño, El Mono Jojoy.

Los muertos tienen su manera de hacerse oír

Cuando concluyó la audiencia pública, el 22 de julio pasado, familiares de las víctimas y testigos de sus narraciones tomaron unas pequeñas cruces blancas y marcharon juntos por la vereda que conduce al cementerio. Todo el pueblo se sumó a la columna que caminaba entre dos hileras de soldados amenazantes con las ametralladoras caladas. A la entrada del cementerio hay un arco de mampostería. En lo alto se lee: Aquí se terminan las vanidades de este mundo.

Un cerco policiaco impidió que la marcha avanzara hasta el fondo del camposanto, donde están los montículos de tierra de los NN. Una vez más se les negó el derecho a una cruz y una bendición sacerdotal en sus sepulturas anónimas.

En la entrada del panteón el jesuita Javier Giraldo, fundador de la Comisión Eclesial de Justicia y Paz y una de las voces más reconocidas –y amenazadas– en la causa de los derechos humanos, pronunció una metáfora que merece llegar a oídos del nuevo presidente Juan Manuel Santos.

Se refiere a una novela que el gran cronopio argentino Julio Cortázar nunca se atrevió a escribir. Trata de una pasmosa ciudad de rascacielos que se construyó sobre un cementerio. Pese a su belleza arquitectónica y sus asombrosos adelantos tecnológicos, al poco tiempo sus habitantes perdieron el sueño y cayeron en un extraño estado de desasosiego. Hasta que entendieron que los muertos tienen su propia forma de hacerse entender y de demostrar que la felicidad construida sobre la muerte y el silencio es una falsa felicidad.

Entonces los manifestantes sembraron sus cruces blancas en los lindes del panteón. Y ahí siguen, esperando.