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Verónica Murguía
Descanso obligatorio
La mayor parte de los mexicanos que conozco no sabe descansar.
Descansan, sobre todo si son mujeres, haciendo adobes. Esperan
ansiosamente que lleguen las vacaciones para emprender o terminar
proyectos que la vida diaria les obliga a postergar: organizar el
clóset, descongelar el refrigerador, leer la novela que compraron
para las vacaciones de Navidad, ir al cine, contestar los correos electrónicos
personales y hasta copiar las direcciones y teléfonos de la
agenda de 2009 a la de 2010.
Y suele suceder que, cuando las vacaciones terminan, no todos
los proyectos han sido llevados a feliz término, y la persona regresa
a trabajar tan cansada como cuando salió de vacaciones y un poco
más gastada.
Yo soy una vacacionista muy aprensiva. Me da un poco de pudor
decir que estoy muy cansada, porque siempre habrá quien se canse
mucho más en un trabajo horrendo –el mío me gusta muchísimo– y
gane menos. Típica conclusión culposa, inútil y efectiva, que me
obliga a inventar miles de cosas qué hacer. Desde hace años juro y
perjuro con absoluta sinceridad que durante las vacaciones bajaré
de peso, terminaré un bordado que comencé en 1999, concluiré una
novela que ya lleva siete versiones y leeré ¡por fin! José y sus hermanos,
de Thomas Mann, que por razones misteriosas no he podido
finalizar en los días de mi vida. Esta breve lista dura ya cuatro años.
Cuatro años de querer y no poder. Y no por estar meciéndome en la
hamaca, porque tampoco descanso como debiera.
Parte de la culpa es del huracán Vilma, aquél que asoló nuestro
país en octubre de 2005. En 2006 me fui a Cozumel a ver qué
había pasado en la isla y un grupo de biólogos muy amables y comprometidos
con su trabajo me enseñó que: a) se habían muerto
centenares de miles de animales de todo tipo; b) que los cruceros
que anclan en aguas
someras dañan los
arrecifes y que Palancar
estaba en muy mal
estado; c) que vacacionar
en hoteles en
la mera orilla del mar
perjudica a los ecosistemas
de la zona, y d)
que las tortugas carey
y laúd son diezmadas
por la contaminación
que PEMEX produce en el Golfo de México,
por no hablar del comercio ilegal de
los huevos de tortuga, ese ineficaz y
famoso afrodisíaco. Regresé arrastrando
la cobija, o más bien, la toalla. Desde
entonces no he puesto un pie en la
arena. Y mi decisión, aunque es razonable,
me ha perjudicado muchísimo,
ya que pertenezco a la estirpe sin imaginación
de aquellos que escuchan la
palabra “vacaciones” y se imaginan un
traje de baño a rayas y un coco con dos
popotes.
Sé que hay personas a las que les gusta
ir de vacaciones a ciudades, para caminar
por calles desconocidas, asomarse
a los museos, ir al teatro y comer
cosas inusuales. Para mí esos viajes son
una especie de proyecto placentero y
muy formal. Uno debe informarse, para
no llegar como el Borras.
Si, por ejemplo, mañana me fuera a
Ulán Bator, la capital de Mongolia, un
lugar tan extraño que, estoy segura, me
olvidaría momentáneamente de México,
tendría que empacar con mucho
cuidado. Hace mucho frío en Ulán Bator.
Menos cuatro grados, pero como hay
viento, se siente como menos doce. Tendría
que tomar tres aviones: a San Francisco,
en Estados Unidos, de allí a Hong
Kong y de Hong Kong a Mongolia. En
Hong Kong tendría que hacerme un tiempo
para cambiar dólares a togrög, la moneda
mongola, que naturalmente no
abunda en las casas de cambio chilangas.
¿Saben? El billete de 5 mil togrög
tiene la cara de ¡Gengis Khan! Un boleto
de camión para ir por la ciudad cuesta
cien togrög. Una comida setecientos.
En la maleta debería guardar un frasco
con pastillas para la intolerancia a la
lactosa, no porque la padezca, pero
me imagino que no cualquier mexicano
puede beber leche fermentada de yegua,
la bebida más popular de Mongolia,
sin que le dé un retortijón. El platillo
típico es la carne de caballo hervida.
Todo tiene que ver con los caballos. Ya
en la maleta llevaría un par de botas de
montar, para ir a galopar por el desierto
de Gobi. En Ulán Bator hay edificios y
también yurtas, las tiendas nómadas
típicas hechas con fieltro, cuya forma
no ha cambiado mucho desde que Gengis
Khan dirigió los ejércitos mongoles
y creó un imperio que por poco y llega
hasta Japón.
Ya me dieron ganas de irme. Acepto
que no tiene nada que ver con Cozumel,
pero apuesto que en Ulán Bator nadie
ha oído hablar de la lucha contra el narco,
ni del Bicentenario. Razones suficientes
para escapar a las estepas.
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