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La trilogía Millennium: el límite de la inquina
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Felipe Garrido
Don Atanasio
Nada dio tanta fama a don Atanasio Argúndez y Ávila, el primer juez que hubo en la isla, como el caso aquél del comerciante. O de su hijo aquél que quiso traficar en otras tierras. El hombre le dio dinero, mercancías y consejos, y se quedó en el pueblo, con un mocito, hijo de la sirvienta. Siete años después, cuando volvió su heredero, el comerciante había muerto y el mocito, ahora un señorón con anillos y coche del año, se había apoderado de todo.
La sentencia fue inaudita: “El único culpable es el comerciante que dejó este enredo. ¡Que abran la tumba y lo quemen!”
–Que lo quemen– dijo el antiguo mocito.
–Dejen en paz a mi padre –dijo el hijo–. Yo me voy a otras tierras, a seguir trabajando.
Apenas oyó esto, don Atanasio ordenó que le devolvieran todo al hijo fiel, que prefería verse despojado antes que profanar los restos de su padre.
En ese tiempo, para fortuna de los hombres, en aquella isla era más importante la justicia que la ley. |