Portada
Presentación
Haití en el epicentro
HUGO GUTIÉRREZ VEGA
“Me quedo en Haití”
BLANCHE PETRICH
Corazón atado
ARTURO OREA TEJEDA
Del amarillismo como motor de ayuda
JORGE MOCH
¡Oh infelices mortales!
ANDREAS KURZ
Sonidos de y para Haití
ALONSO ARREOLA
El infierno de este mundo
ROBERTO GARZA ITURBIDE
Haití, año cero
JEAN-RENÉ LEMOINE
Toda tierra es prisión
GARY KLANG
Cuatro poetas haitianos
Haití y la brutalidad del silencio
NAIEF YEHYA
Columnas:
Jornada de Poesía
JUAN DOMINGO ARGÜELLES
Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA
Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA
Cinexcusas
LUIS TOVAR
La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA
A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR
Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO
Cabezalcubo
JORGE MOCH
Directorio
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Foto: Carmen Ballvé |
Haití y la
brutalidad del silencio
Naief Yehya
Hace algún tiempo, la extraordinaria fotógrafa española Carmen Ballvé me mostró su estudio fotográfico titulado Batey, el cual realizó en los años en que vivió en República Dominicana. Las fotos, que aparecerán publicadas próximamente en forma de libro, ofrecen una visión insólita e íntima de la vida de los inmigrantes haitianos en aquella nación, quienes trabajan la caña de azúcar y viven en condiciones de miseria extrema en bateys, es decir en pequeñas comunidades paupérrimas situadas en las plantaciones. La imágenes de Ballvé son impactantes por la forma en que capturan la tragedia, la dignidad y la belleza de estos hombres y mujeres que viven al margen del tiempo, en la vulnerabilidad de la pobreza más oprobiosa y el total abandono de su gobierno, de sus patrones y de las autoridades dominicanas.
Los haitianos que dejan su país en busca de mejores condiciones de vida y terminan en un batey quedan atrapados en condiciones de semiesclavitud, en un sistema de explotación feroz que apenas permite sobrevivir. La Dominicana no les ofrece la menor protección legal; de hecho, ni siquiera reconoce su existencia ni les ofrece a sus hijo o nietos, nacidos en ese país, la posibilidad de obtener la nacionalidad. El caso de estos seres humanos que viven en el limbo de la servidumbre parece ahora, más que nunca, una apropiada metáfora para la condición a la que ha sido empujado Haití desde su dolorosa lucha revolucionaria, la cual, según se cuenta, comienza el 22 de agosto de 1791 con un llamado a las armas en una ceremonia de vudú en Bois Caiman.
Si algo ha marcado la relación de Haití con el resto de las Américas es un cierto temor a una nación que surge de una rebelión de esclavos, de una insurrección que amenazaba extenderse por el continente rompiendo cadenas y destruyendo las estructuras de privilegio que sostenían a las élites del poder. Los esclavos lograron hacer frente a franceses, ingleses y españoles, soportaron la deshumanización, los castigos ejemplares y las torturas devastadoras. Pero tras ser quemados vivos, enterrados en montañas de insectos, ahorcados, descuartizados y hervidos en calderos de melaza, respondieron con actos de crueldad equivalente aterrorizando a sus opresores quienes, debido a su desprecio, eran incapaces de entender que esa violencia era tan sólo el reflejo de sus propios abusos.
La independencia fue declarada por Jean Jacques Dessalines el 1 de enero de 1804, pero el triunfo no se convirtió en paz. La mayoría de los franceses huyeron, pero por lo menos 3 mil 500 que se quedaron fueron masacrados por un pueblo que no podía olvidar ni perdonar. Si bien otras guerras de independencia también fueron atroces, esta es vista con el filtro del racismo, a través de los ojos de los europeos y los criollos del Continente Americano que veían con pavor a una masa de desposeídos que finalmente se hacía justicia a sangre y fuego. Este miedo y desprecio se tradujeron en un rechazo duradero al pueblo haitiano y a una obsesiva fijación con el vudú, esa fusión de religiones y prácticas tradicionales que los cristianos imaginan como un culto infernal. Un perfecto ejemplo de esta incomprensión e ignorancia está presente en las declaraciones del reverendo estadunidense Pat Robertson, quien el pasado 12 de enero, en su programa televisivo The 700 Club en la Christian Broadcasting Network, dijo que el terremoto en Haití era una bendición disfrazada, ya que los haitianos hicieron un pacto con el diablo para derrotar a los franceses y esta catástrofe era en cierta forma un castigo divino. Así, la cultura haitiana es a menudo reducida a muñecas de vudú, magia negra, zombies (transformados recientemente en villanos predilectos del mundo de los videojuegos) y otras expresiones del folclor popular ampliamente explotadas en el cine de horror.
Contrario al optimismo beato de quienes insisten en ver el lado positivo de la tragedia haitiana, nada bueno puede llegar de la destrucción de Port au Prince y tantas otras ciudades y pueblos. Así como nada bueno ha venido de los numerosos golpes de Estado, invasiones y agresiones extranjeras que ha sufrido Haití. La reconstrucción será larga y dolorosa, y la buena voluntad del mundo, como suele suceder, se disolverá tan rápido que parecerá un parpadeo. Ojalá que la desesperanza y el caos revivan el espíritu insurgente del pueblo haitiano para que no sólo se levante de entre los escombros a reconstruir, sino para liberarse de las fuerzas económicas y políticas que han convertido a Haití en un inmenso batey sentenciado a la brutalidad del silencio.
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