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La guerra mediática
E

n los años 90, ­cuando Lula en Brasil se empeñaba en llegar a la presidencia (lo intentó tres veces infructuosamente antes de obtener el triunfo en 2002) y la prensa lo trataba violentamente, sin clemencia alguna, circulaba el siguiente chiste. El Papa decide viajar a Brasil. Al llegar a Río de Janeiro lo primero que pide es un entrevista con Lula. Había escuchado que se trataba de un hombre dedicado a la defensa de los pobres y las causas justas. Sus detractores le respondieron que no tenía caso. Lula no creía en Dios y pasaba la mayor parte de su tiempo en la inalcanzable lejanía del noreste del país. El pontífice insistió. Al llegar a un recóndito lago, lo condujeron hasta una playa en la que encontró a Lula reunido con unos pescadores. Entonces, el brasileño lo saludó muy amablemente y sugirió que se embarcaran en una rústica lancha para evitar ser escuchados por la prensa. Y, en efecto, se embarcaron y Lula remó hasta la mitad del lago con el pontífice en la frugal embarcación. De repente, un fuerte viento hizo volar el sombrero del Papa, que fue a dar a las aguas del lago. Lula se levantó parsimoniosamente, bajó de la lancha, caminó sobre las aguas y recuperó el sombrero. Lo sabía, lo sabía, se dijo el pontífice a sí mismo. Finalmente llegó, el Elegido.

¿Cómo dio la prensa la noticia de este asombroso evento?: ¡Lula no sabe nadar!

Eran los años en que la prensa escrita ejercía un dominio absoluto sobre la opinión pública. A su vez, el control sobre la prensa estaba en manos de las grandes compañías mediáticas (como en Estados Unidos) o el Estado y el financiamiento oficial (o, frecuentemente, no tan oficial, como en el caso mexicano). Contra la izquierda y los movimientos sociales de resistencia y oposición la prensa no requería de cruzadas particulares; simplemente conducía una guerra permanente para hacerlos figurar como el enemigo capaz de propiciar el caos y la desestabilización. Fue en el marco de esa lógica donde un asesor electoral estadunidense sugirió a Felipe Calderón en 2006 encabezar su campaña contra Andrés Manuel López Obrador con el eslogan: Un peligro para México. (Al final, el auténtico peligro resultó el propio Calderón y su amigo, hoy preso en Estados Unidos, Genaro García Luna.)

Fue la aparición de las redes digitales la que fracturó este dominio vertical y modificó radicalmente la relación entre la prensa y la política. El primer síntoma de este cambio se remonta a la rebelión neozapatista que contuvo al salinismo con una de las versiones más antiguas del Intenet. De ahí, en parte, su bautizo como la primera guerrilla posmoderna. En 2004, las rebeliones urbanas de París y Londres emplearon el Blackberry para intracomunicarse y evadir a la policía. Twitter debe su inspiración a este hallazgo.

En las redes, el control absoluto de la información es imposible. La razón es sencilla. En la era AC (antes de la computadora) el autor (o el medio) y el lector eran sujetos separados uno del otro; el segundo estaba supeditado al primero. En la era DC (después de la computadora) el emisor y el receptor se encuentran reunidos en la misma persona. Cualquiera puede enviar un mensaje, es decir, producir un medio. El contenido de la estabilización de lo político cambió entonces, ya no podía ser fijada a partir de un centro. Tenía que cobrar la forma de un flujo. La relación amigo/enemigo, que define a la esfera de lo político, se trasladó masivamente de la antigua antípoda entre medio y receptor al caos mismo del mundo mediático. La premisa central de esta nueva forma de la guerra política pasó a ser ya no tanto la crítica al contenido (las fake news inhabilitan esta operación), sino la deslegitimación del autor y del mensajero.

Si se observa cómo sucede este conflicto en diversas latitudes, la situación no es muy distinta a lo que acontece hoy día en México. Basta con observar la virulencia de Vox hacia el Partido Socialista Obrero Español en España, o bien la confrontación mediática entre la izquierda y el actual gobierno neofascista en Italia. En rigor, los frentes de esta guerra no proceden sobre la base de demarcar sus límites, sino lo que los define es fraguar una estrategia del gesto. En palabras más sencillas: una estrategia del escándalo permanente. En la guerra mediática actual triunfa no simplemente el que logra convertirse en sí mismo en un escándalo, sino que debe buscar la ruta de transformarse en un escándalo piadoso. De ahí su novedad. Gana quien se reitera a sí mismo como el que ha sido situado en el lugar de la víctima para después tener la legitimidad de exhibir a su enemigo. Se trata del constante espectáculo de un ejercicio de exhibición.

En México, lo que más afecta al viejo estamento tecnocrático es precisamente este ejercicio de exhibición constante. Porque cuando sale a la superficie lo que debía quedar oculto, nos encontramos frente al umbral de lo ominoso. Y este es el objetivo de los dispositivos de esta peculiar y nueva forma de guerra.