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Por los caminos de Michoacán
E

l 11 de diciembre de 2006, apenas unos días después de haber asumido la Presidencia de México, Felipe Calderón lanzaría el Operativo Conjunto Michoacán, en el que participaron de manera coordinada la secretarías de Gobernación, la de Seguridad Publica –al mando de Genaro García Luna–, la de la Defensa Nacional y las corporaciones de seguridad federal, estatal y municipal. No era el inicio de la militarización de la seguridad pública ni la primera vez que el Ejército participaba en tareas contra el narcotráfico, pero sí sería el comienzo de una nueva estrategia de seguridad, bélica, de guerra abierta. Una estrategia que, unos días antes, el mismo Calderón había definido frente a Felipe de Borbón y a empresarios mexicanos y españoles: Estamos trabajando fuertemente para ganar la guerra a la delincuencia.

Calderón intentaba ganar con la guerra la legitimidad que no había ganado en las urnas. Para pretender dejar atrás el fraude electoral con el que fue impuesto en la Presidencia, construía una narrativa de hombre indispensable, valiente, dispuesto a enfrentar a la gran amenaza de la nación.

No era casualidad que fuera Michoacán el estado elegido como laboratorio para la política de guerra que luego se extendería por todo el país: Calderón es originario de ese estado, así que elegía su tierra natal para el inicio de su aventura bélica. Es cierto además que aquella entidad vivía una ola de violencias por la expansión y enfrentamiento de las corporaciones criminales, pero no era el único. Tamaulipas vivía un clima similar e incluso más violento, motivo por el cual Vicente Fox había implementado un año atrás el Operativo México Seguro.

También se debe señalar que, en 2006, en Michoacán se vivían procesos crecientes de organización popular. La huelga de los trabajadores de la Siderúrgica Lázaro Cárdenas Las Truchas (Sicartsa), que fue violentamente reprimida, es un buen ejemplo de esto.

Aquel estado, con una fuerte tradición de organización indígena, campesina, popular y magisterial, y que además fuera por muchos años bastión del cardenismo, fue convertido en un escenario de guerra en el que corporaciones de seguridad municipales, estatales y federales hicieron sinergia con corporaciones criminales y de otro tipo, como la minería, para desatar una guerra por los recursos, el territorio y contra los pueblos y la sociedad. La acumulación de capital en su forma más nítida.

Como respuesta a este escenario, diferentes sectores organizaron fuerzas propias para garantizar su seguridad. En poco tiempo, la desesperación llevó a miles de comunidades a crear grupos de autodefensas, algunos de ellos que después serían cooptados por el Estado y por el crimen organizado.

Un caso distinto es el de las guardias, policías o rondas comunitarias, que pertenecen a pueblos originarios, con una larga historia y que en su horizonte no sólo está la urgencia de seguridad, sino un modelo de vida distinto, proyectos societales en los que la seguridad pasa también por repensar la justicia, la educación, la alimentación, la salud, el autogobierno. Sistemas holísticos que emergen como modelos civilizatorios alternativos frente a la barbarie del capitalismo y sus corporaciones criminales. Entre estos últimos ejemplos, destaca la experiencia –que no la única– de la Guardia Comunitaria de Santa María Ostula.

Desde 2009, la comunidad nahua de Santa María Ostula intensificó su resistencia y dio pasó a un proceso de recuperación de tierras. Articulada con otros pueblos originarios y mestizos de la región, Ostula se convirtió en un nodo que logró enlazar a muchas otras luchas. Gran parte de este proceso quedó plasmado en el Manifiesto de Ostula en junio de 2009.

La respuesta no se hizo esperar y esa compleja mezcla entre Estado, crimen organizado y empresas extractivas –en particular la minera Ternium– intensificaron la guerra en la región, lo que dejó un saldo entre 2009 y 2014, de 34 personas asesinadas y seis desapariciones forzadas de los comuneros. Al mismo tiempo, cárteles, mineras y partidos políticos, juntos y por separado, avanzaron con dinámicas de fragmentación y confrontación comunitaria.

El 12 de enero de 2023, tres integrantes de la Guardia Comunal de Santa María Ostula y también de la Guardia Comunitaria del Municipio de Aquila fueron asesinados. En su comunicado, los indígenas nahua de Santa María Ostula declararon que el crimen fue perpetrado “por un comando de aproximadamente 20 sicarios del Cártel Jalisco Nueva Generación ( CJNG)”. Tres días después de estos ataques, el domingo 15 de enero, el organizador comunitario del municipio de Aquila, Antonio Díaz, y Ricardo Lagunes, quien acompañaba legalmente a la misma comunidad, fueron desaparecidos. Nuevamente el patrón se repite: minera, crimen organizado y Estado atacando y permitiendo el ataque contra la comunidad, abonando a la fragmentación y a la ruptura del tejido comunitario. La violencia en todo México debe parar ya.

* Sociólogo

Twitter: @RaulRomero_mx