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Desapariciones
S

i en tiempos más lúdicos e inocentes el cine prodigaba historias de aparecidos, muy a tono con la imaginación popular del miedo, en el lustro reciente nos golpea sin piedad con historias de desaparecidos y desaparecidas. Para colmo, pretenden (y lo consiguen) retratar la realidad mexicana. ¿En qué clase de país nos hemos convertido, que somos vanguardia mundial en materia de crimen organizado, narcotráfico, tráfico de personas, secuestros, desapariciones y feminicidios?

Esta brutal circunstancia histórica deja huella en la narrativa, notablemente femenina, ya no policiaca, sino trans-policiaca. Considérese El invencible verano de Liliana (2021), de Cristina Rivera Garza (recientemente admitida como miembro del Colegio Nacional). Podemos hablar de un nuevo género que abarca teatro, performance, poesía, plástica.

El cine, ese otro contador de historias, para-literario como es, parece ir ganando la partida en cuanto a contundencia. Dentro de su a veces inexplicable vitalidad, el cine mexicano de corte independiente o alternativo ha prodigado en el pasado lustro una serie de obras imposibles de ignorar. Aquí se ofrece un recuento no exhaustivo de esta nueva y terrible narrativa nacional.

Resulta curioso que los antecedentes inmediatos vengan de Hollywood y anexas: Bordertown (Ciudad del silencio, Gregory Nava, 2006), La virgen de Juárez (Kevin James Dobson, 2006) y sobre todo la reveladora Trade (Marco Kreutzpaintner, 2007). La cosa es que una década después, luego de que todo México se convirtiera en Ciudad Juárez, y con una boyante industria de narcoseries, el tema adquirió una gravedad íntima. Hijos e hijas desaparecían por todo el país. Entonces sobrevino el episodio más extremo de desaparecidos: la noche de Iguala en 2014. Entramos en un tiempo nuevo.

Dos años después, Tatiana Huezo estrenó el originalísimo documental Tempestad (2016): el viaje de regreso de Miriam Carvajal, madre soltera detenida en Cancún con falsos cargos de tráfico de personas y recluida en la violentísima cárcel de Matamoros, y los días de Adela Alvarado, payasa de profesión, madre de una joven desaparecida, protagonista de una cruel tragicomedia.

En muchas partes gobiernan el narco y el miedo. Según algunas fuentes, tan sólo de 2021 a 2022 se registraron 28 desapariciones por día. Tenemos documentales de cineastas y periodistas imposibles de ignorar: No sucumbió la eternidad (Daniela Rea, 2017), La libertad del diablo (Everardo González, 2018), Volverte a ver (Carolina Corral Paredes, 2020), Te nombré en el silencio (José María Espinosa de los Monteros, 2022). Y el tema explosivo, los 43 normalistas: Vivos (Ai Weiwei), Mirar morir: El ejército en la noche de Iguala (Témoris Grecko), Ayotzinapa, el paso de la tortuga (Enrique García) y Ayotzinapa, un crimen de Estado (Xavier Robles).

Esta tumultuosa evidencia social rápidamente impulsó relatos de ficción, un tanto documental y de fondo dramático. Ya lo anunciaba la espléndida, inquietante y corrosiva Cómprame un revólver (Julián Hernández Cordón, 2017), cinta de futuro cercano y distópico, donde las mujeres se extinguen a fuer de ser explotadas y asesinadas por las bandas que dominan la onda. Un padre masculiniza a su hija para que no la descubran, y ella se vuelve una rapazuelo más, feroz y entrañable sobreviviente.

Enseguida se estrenaron Noches de fuego (Tatiana Huezo, 2021, basada en una novela de Jeniffer Clement), La civil (Teodora Mihai, 2021) y Ruido (Natalia Beristáin, 2022). Las dos últimas llevan a grandes papeles trágicos a dos actrices extraordinarias: Arcelia Ramírez y Julieta Egurrola. En esta clase de historias resulta inevitable el encuentro con policías reales, madres buscadoras reales, sicarios reales, aun si la ficción los ampara. En el país de los pozoleros y las muertas de Juárez cualquier horror es posible.

¿No deberíamos estar contándonos otras historias, y no las de hijos, hijas o hermanos desaparecidos? En alguna parte tienen que estar, vivos o muertos. Si Noches de fuego se emparenta con Cómprame un revólver, La civil y Ruido asumen la vena trágica (¿no hay ahí una huella dramática de Luis de Tavira?). La madre despojada, clasemediera, vengadora e implacable de Arcelia Ramírez, se emparenta con la acomodada artista de Julieta Gurrola, mujer sensible, devorada por la deriva, que va de revelación en revelación, del horror a la catarsis en las furiosas marchas feministas de las chicas de hoy, no lejos de la desesperación.

Entre estas producciones destaca la inesperada, terrorífica, ya ni conmovedora de tan cruda, Sin señas particulares (Fernanda Valadez, 2020), donde la actriz Mercedes Hernández, contenida, impávida, lejos de la intensidad de Arcelia y Julieta, hace lo mismo que tantas otras: busca al hijo que una mañana salió con su mejor amigo del ranchito para irse al norte a trabajar. El viacrucis que sigue para la madre es magro, espeluznante, sorpresivo. Me ahorro el spoiler para quienes no la han visto. En nuestro México, hoy, el diablo existe.