Cultura
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Ventanas de un tapanco
V

uelvo a la ventana a la que siempre volvía hasta que dejé de volver. Es la misma. No que yo. La vegetación del jardín ha crecido mucho pero en orden y hay arbustos nuevos, la cerca de varas en el límite de la milpa está un poco podrida, sus tablones chimuelos, su vertical en riesgo. La invaden guías trepadoras. La milpa al otro lado, y la de atrás de la casa siguen al pie de las estaciones, van en su tiempo.

La habitación de donde me asomaba, horas, está vacía, pero quedan las ventanas, una mesa y una silla. En esencia, es el mismo tapanco de antes. Junto al baño, el espejo alto en el que nadie nunca se miraba.

Ya no están las comadrejas del traspatio, con la gracia fugaz de su estola ondulante. Tampoco la salamanquesa de falso veneno que habitaba en un denso matorral que ya no existe. Donde hubo árbol hay leña. Ya no se oyen los pasos nocturnos del tlacuache que por años vivió en mi techo y sólo nos conocíamos de oídas.

En una casa el tiempo pasa diferente a como lo atraviesa a uno. Los objetos que permanecen son de hielo. O de polvo roto. La han pintado, habitado, abandonado, ampliado. Hoy quisiera ser plumero y dar una fuerte mano a las capas inmóviles de la escarcha sobre las cosas. No busco cosa alguna, no sabría cuál buscar.

Al fin pega el sol con todos sus brillos sobre el césped y saca sombras del alero donde anidaron golondrinas, los setos imperfectos y el agua gris de la memoria que empapa los años como si nada y los renueva. Al fondo del amarillo de unas páginas invictas encuentro los poemas de un extraño dador cubano, en su tiempo emperador chino de la fijeza. El azar enamorado de sus dados.

Muchas más casas en las laderas. Colonias y colonias. Más tiros y petardos conforme avanza en el calendario la festividad de cada día. Vuelvo tal vez por lo que aquí quedó de los que somos y los que fuimos, los que a veces volvieron y quienes venían pero ya se fueron y no volverán porque están muertos. Juntos y mudos en estas habitaciones vacías, bajo techos restaurados por el olvido.

Tras de tantos años transcurridos, la mesa es la misma, saluda mis manos con impasibilidad de pino a medio barniz, muestra el círculo de algún vaso, las quemaduras de cigarro, una indeleble nube que quizás fue tinta negra.

Encuentro establecidos gatos ferales, dóciles. Escucho cantos acuclillados. Se oyen lejos voces nuevas. Sueño que duermo en el suelo. Sueño que despierto. En esta casa vi pasar la guerra con sus aviones, tanques, cascos y bazucas. Aquí llegaron alegrías, emociones y desgracias, furia, perdón y paz. Aquí llegaba descalza una anciana indígena, diminuta, vendiendo flores y los huevos de sus gallinas. Llegaron amigos, enemigos, espías. O nadie llegaba durante días. O llegaban y no les abría.

En el prado de huizaches y arbustos que separa aquí de la calle, pacen tres caballos color de café semitostado en compañía de varias garzas blanquísimas que por momentos los montan.

El camino sube lo mismo que antes hacia las montañas. Como entonces, me espera. Desde la ventana vieja entiendo lo que no se entiende, y concluyo que sé muy poco. Mis recuerdos los olvida alguien más. Alguien que no conozco. Alguien.