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La derecha, el cerebro humano y la emergencia planetaria
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os humanos somos una de las 10 especies que pertenecen al género Homo, cuyos más antiguos registros se remontan a unos 2 millones de años. Salvo nosotros, el resto de nuestros parientes más cercanos se extinguieron. Esto significa que somos la única y última rama viva de un árbol evolutivo que no logró mantener a sus especies. Los registros paleoantropológicos indican, sin ser concluyentes, que nuestros ancestros se mantuvieron viviendo por periodos cortos (como el Homo floresiensis), pero también extensos (como el H. erectus, que vivió casi 2 millones de años). No existen explicaciones suficientes sobre las causas de esas extinciones, aunque resulta lógico suponer que fueron los cambios ambientales drásticos, principalmente en el clima global, pues durante los últimos 3.5 millones de años ocurrieron 27 oscilaciones térmicas extremas (periodos glaciales) que modificaron la vegetación, los cuerpos de agua, la disponibilidad de especies vegetales y animales, el nivel del mar y los regímenes térmicos y de lluvia.

El rasgo principal que distingue a la nuestra de sus especies hermanas es el tamaño del cerebro. Nuestro cerebro, que, por cierto, ha mantenido su mismo volumen desde su primer registro hace 300 mil años, es nada menos que el sistema más eficiente conocido. Con sólo mil 300 gramos de peso, 2m2 de longitud y un consumo energético de unas 400 calorías, el cerebro almacena más de 100 mil millones células nerviosas (neuronas) capaces de desarrollar un millón de sinapsis (conexiones entre neuronas) por segundo con un potencial total de densidad conectiva interneuronal de 10 elevado a 14 (¡la mayor densidad conectiva conocida del universo!). Por comparar unos simples datos, diremos que un modelo de supercomputadora diseñada por IBM que simula la actividad de 10 mil neuronas consume 100 kilovatios.

Con tremendo diseño en nuestras cabezas, resulta inexplicable la historia reciente de la especie humana plena de agresiones, destrucciones, masacres, que culminó con las dos guerras mundiales y unos 100 millones de muertes. Por lo menos tres pensadores del siglo XX se han ocupado de esto. Erich Fromm publicó en 1974 el libro Anatomía de la destructividad humana. Él escribe desde un enfoque sicoanalítico apoyado en los descubrimientos de la neurofisiología, la prehistoria, la antropología y la sicología animal. El segundo es Arthur Koestler, en varias obras pero especialmente en su libro The Ghost in the Machine 1967 (El fantasma en la máquina) donde reconoce el carácter bidimensional de la conciencia humana: lo creativo y lo patológico, que considera las dos caras de la misma moneda evolutiva. En otro momento Koestler también distingue entre el ser humano como parte (dividuo) que tiende a la cooperación, la colaboración y la lealtad, y como totalidad (individuo) que se aboca a la competencia, la ambición y la auto gratificación. Esta distinción es parte de su teoría del holón: la realidad estructurada jerárquicamente como un conjunto de partes y todos. Finalmente, Edgar Morin también distingue entre el Homo sapiens y el Homo demens, entre el mono sapiente y el mono demente, subrayando el carácter inestable de la sociedad moderna.

Hoy la investigación científica lanza un grito de alarma bajo el concepto de emergencia planetaria. No se trata de ningún planteamiento catastrófico, ideológico, mesiánico o radical, sino el resultado de estudios, análisis de datos, panoramas basados en el uso de la razón; es decir, en el funcionamiento y creatividad del cerebro humano. La emergencia planetaria está formada de dos componentes: el desequilibrio ecológico de escala global y la mayor desigualdad social conocida de la historia. Ambos fenómenos han sido documentados por miles de académicos agrupados en el Panel Internacional sobre el Cambio Climático y el Laboratorio de París sobre la Desigualdad Social. Estimamos que la mayor parte de los ciudadanos todavía ignora esa realidad o la niega cínicamente. Lo más grave es que la derechización de la política con posiciones irracionales, dogmáticas, sectarias y desconocedoras de las contribuciones de la ciencia avanzan en el mundo. No sólo en Europa, Israel o Australia, sino especialmente en los dos gigantes de América: Brasil y Estados Unidos. Los 58 millones de votos que recibió Bolsonaro –negador de la emergencia climática y destructor de la selva amazónica– y los más de 72 millones obtenidos por Trump –quien se negó a colaborar para detener la crisis climática y asume posiciones racistas y xenófobas– lo certifican.

El camino a la barbarie que sugiere esta situación obliga a examinar con detalle los factores y causas que hacen que los humanos se comporten como individuos desprovistos de razón. Todo el estupendo potencial del cerebro humano negado, en posiciones que denotan patologías, agresividades, violencias y, sobre todo, una incapacidad para distinguir entre lo verdadero y lo falso.