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El juego de la democracia
E

l juego es una metáfora sobre una serie compleja de compromisos o de enfrentamientos entre individuos o grupos de la sociedad que se desarrollan en circunstancias de índole competitivo o de cooperación.

Así lo describe el filósofo James P. Carse, reconocido por su caracterización de los juegos como finitos e infinitos. Hay cuando menos dos tipos de juegos. Uno puede denominarse finito y, otro, infinito. Un juego finito se juega con el propósito de ganar; un juego infinito con el propósito de seguir jugando. La distinción es aguda y extremadamente útil.

Pongamos estas consideraciones en el contexto de la iniciativa de reforma electoral que el Ejecutivo ha enviado al Congreso.

Si el objetivo primordial de un juego finito es ganar, el juego adquiere una cualidad negativa, ya que entonces el oponente, a su vez, sólo puede perseguir la derrota. Ganando (o perdiendo) se termina el juego de inmediato. De tal manera, los jugadores de un juego finito se hallan en una situación en la que juegan en contra del juego mismo, en este caso el juego de la democracia.

En estas circunstancias, el jugador dominante, que es el gobierno, valorará las fuerzas y debilidades de sus contrincantes, lo que en este caso involucra a los partidos de oposición, los legisladores, las organizaciones sociales, el mismo organismo encargado del proceso electoral e, incluso, se extiende hasta los ciudadanos.

Idealmente dicho jugador tratará de definir una estrategia sin fallas. Si lo consigue no habrá realmente un juego, sino sólo la apariencia de uno; se jugará únicamente como una especie de espectáculo, sobre todo si consigue determinar el resultado por anticipado. Si no es así deberá definir alguna variante de su estrategia, es decir, conseguir su objetivo por distintos medios. Un jugador avezado tiene siempre la pretensión de imponerse de manera decisiva.

Hay un asunto clave en esta aproximación y es que un juego finito se vuelve rudo si se juega dentro de otro juego finito. De modo más directo, se trata del juego de la democracia que, en cuanto a la forma en que se conducen las elecciones, se desarrolla dentro del juego para hacerse de modo extendido, si no es que permanente, con el triunfo en las elecciones. El sentido del juego ya no es, por lo tanto, el de seguir jugando, sino el de ser siempre vencedor. Este escenario tiene muy serias consecuencias que evidentemente no deben obviarse.

En cuanto al modo de un juego de tipo infinito, su propósito es el de seguir jugando y en ese marco acomodar al ganador y al perdedor sin que el juego acabe por eliminarse. Ese es el caso de muchos juegos, como puede ser una liga de futbol: hay un resultado finito en cada encuentro, pero el objetivo es que la competencia siga cada año. El matrimonio es un juego infinito, de otro modo no existiría. Infinito ha de ser por definición el juego mismo de la democracia.

Como dice Carse: en un juego finito se juega dentro de reglas estrictas, de otro modo no se sabe quién gana o pierde. En un juego infinito se juega con reglas que deben ajustarse constantemente en respuesta de circunstancias cambiantes. Pero el asunto es que se mantenga vivo el juego. Un jugador dominante pretende eliminar las sorpresas, los jugadores infinitos, en cambio, saben que pueden ser sorprendidos. De eso se trata la democracia. En ella no puede eliminarse la incertidumbre, esa es su esencia.

La democracia requiere que en cada elección la situación sea abierta e impredecible. En un juego infinito las jugadas son reales y no están predeterminadas, no se definen en un entorno repetible y repetitivo. La noción democrática es, precisamente, la de un futuro abierto.

Los asuntos peliagudos pueden abordarse de distintas maneras para ubicarlos y discutirlos. Un símil gráfico puede ser un trozo de salami que se rebana de modo delgado, o bien, grueso, expresando así el nivel de precisión de lo que se está considerando. Propongo la rebanada gruesa para situar aquí el juego de la democracia. Las rebanadas delgadas, que serán muchas, habrán de seguir, necesariamente, en el debate que se ha abierto.

El artículo 35 de la ley electoral vigente señala que el Consejo General del INE es el responsable de hacer cumplir las disposiciones constitucionales y legales en materia electoral. La propuesta de la reforma es sustituir a ese órgano por el Instituto Nacional de Elecciones y Consultas. Las reglas cambian y el meollo está en el entramado que podría permitir el control de la nueva entidad por parte del partido predominante. Algo que parecía haberse superado con el INE (y su antecesor el IFE) que, dentro de todo lo que hoy se discute, ha conseguido dar un alto margen de certeza en cuanto a los resultados de las elecciones en el país.

El asunto que parece crucial es que el entramado político-electoral en el país está basado en la desconfianza de todos los actores que participan y que se transmite hacia los ciudadanos. La transparencia de una ley electoral es esencial y esto debe considerarse atentamente en la iniciativa de reforma que se ha propuesto. La desconfianza y el modo en que se aprovecha hace compleja, barroca y finalmente vulnerable a una institución como el INE y a la misma democracia.

La iniciativa que hoy se discute no consigue superar ese rasgo relativo a su esencia, no es suficientemente transparente en cuanto a las posibilidades del control que finalmente pueda ejercer el partido políticamente dominante. La desconfianza será así reiterativa.