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Una ultraderecha inútil
A

mediados de julio pasado tuvo lugar en Monterrey, ciudad donde todo converge a la preservación de los privilegios de los ricos, la reunión de varios líderes hispanoamericanos de la derecha más radical (y demagoga). Con el nombre de Congreso Iberosfera Monterrey 2020, sus organizadores la publicitaban como un parteaguas frente a la derecha tradicional, volcada al mercado y de espaldas a los valores tradicionales de Occidente.

El grupo internacional que se asume como nueva derecha tuvo por operador a un diputado identificado con el Partido Acción nacional (PAN) y en algún momento expulsado de Morena (partido receptor hasta de puñaladas) por su postura contra la comunidad LGBT. Al cabo, su convocatoria y los resultados de la reunión fueron un sonado fiasco.

Las razones de que así fuese se explican fácilmente. No parece políticamente redituable patrocinar, difundir y tratar de radicar a una derecha cuya proyección es dudosa frente a una fuerza similar, que opera en México ya muy establecida y con un mayor acento en el Monterrey metropolitano. Se trata de una derecha que sostiene los mismos principios filosóficos y se pronuncia por las mismas causas que Vox o cualquiera de las organizaciones más visibles de esa nueva derecha: el oportunista y persecutorio derecho a la vida, la defensa de la libre empresa y de la propiedad privada, así como de los bastiones derechistas que confunden comunismo con reformas que implican una cierta nivelación socioeconómica dentro del régimen capitalista para recuperarle a éste, incluso, el margen de legitimidad y holgura económica que ha venido perdiendo en el siglo XXI.

La noción filosófica en que esa derecha apoya sus argumentos es la reiterada a lo largo de centurias: el llamado derecho natural. Un derecho innato a la humanidad, inmutable y por encima de la sociedad y el régimen político de cualquier tiempo. Desde Aristóteles pasando por San Agustín y Santo Tomás, la noción de derecho natural se vino a fortalecer con la nueva teoría del Estado y del derecho que introdujeron los pensadores de la burguesía (Siglo de las Luces) en su disputa por el poder con el absolutismo monárquico de los señores feudales.

El derecho natural responde a la idea y práctica de la justicia. No teniendo por origen sino un mito, en las diferentes sociedades donde se lo ha formulado, a la desigualdad entre amos y esclavos, siervos y señores, capitalistas y asalariados se la ha considerado justa. El hecho comprobable es que cada paso que ha dado la humanidad por superar la división social y sus injusticias ha sido producto de arduas luchas entre los afectados por ella y quienes detentan el poder económico y político.

A veces los liberales se sorprenden de la aparición de ideas que no son sino interpretaciones de las mismas que ellos adoptan con otro ropaje. La concepción naturalista, ya como teoría, se enseña en las escuelas y facultades de derecho en nuestros países. La recogen inercialmente algunos sectores sociales conservadores y aun fundamentalistas, y la expresan, aunque rebajada, el Estado y muy diversas instituciones.

El proceso de secularización desplazó la fundamentación teológica del derecho natural. Con el racionalismo de bases laicas cambia su matriz ideológica. Se trata de una renovación cuyo eje son las ideas contractualistas de la Ilustración. Otro mito. Según sus autores, la humanidad vivía en estado de naturaleza antes de vivir en sociedad. Era una formación compuesta por individuos aislados y cuyas posesiones se debían a su fuerza y astucia. Obraban tomando posesión de lo que podían y codiciaban lo que se hallaba en manos de otros. Por lo mismo vivían en una situación de violencia y conflicto permanentes. No eran racionales.

Cuando a esos individuos les cayó el veinte racional advirtieron que lo mejor era pactar (o contratar) condiciones de convivencia pacífica. Al asociarse convinieron en crear un poder superior, de carácter neutral, que administrara la justicia entre ellos para evitar el conflicto o sancionar a sus responsables: el Estado. Desde el siglo XVIII hasta nuestros días prevalece ese mito y lo vemos reflejado en las constituciones de los países capitalistas de Occidente.

¿Por qué mito? La formación humana de individuos insulares que vivían en estado de naturaleza nunca existió. Nadie ha encontrado de ella una mínima reliquia. Hasta los neandertales dejaron alguna huella de su existencia e incluso, como se ha visto en varios lugares del planeta, llegaron a cruzarse con los miembros de grupos del llamado Homo sapiens moderno.

En el proceso de hominización no hubo un grupo de ancestros cuyos miembros no vivieran en comunidad. Todo, hasta la aparición del Estado fue común. Pero como la idea de comunidad repugna al burgués individualista dueño por exclusión de su propiedad, preferible alimentar el mito de que la posesión o propiedad privada siempre ha existido. Siempre. Y también las prácticas anexas, aunque no tuvieran el carácter de derechos sino hasta la época racional. No hay necesidad de inventar otras prácticas o derechos ni de pensar en una sociedad diferente que en la que vivimos. La desigualdad es natural y no hay para qué erradicarla. A este objetivo sirve esencialmente la derecha ultra o la tradicional.