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El estante de lo insólito

Elena Garro

“Alguna vez te encontrarás frente a tus acciones convertidas en piedras irrevocables…”

Elena Garro. La culpa es de los tlaxcaltecas.

E

n Puebla, tierra de epopeyas y gestas heroicas que ella estudiaría y vería con crudos filtros, nació el 11 de diciembre de 1916. Su familia la acogió para despedir un año y celebrar el significativo 1917, de leyes y consumaciones nacionales. Como si se prendiera de los ánimos que suele traer lo decembrino, entre alegrías, brindis, melancolías y nostalgias, la niña saltaría por esas sensaciones con humor, con mal humor, certera y extraviada, con una inteligencia que era una catapulta y un atentado. Así fue Elena Garro, una escritora impresionante. Hizo una obra digna de las mejores insignias, mientras la mujer tras la pluma vivía con lo mejor de ella, pero contra ella misma.

Y vivieron en conflicto para siempre

Elena Garro se movió con su familia, con los cismas sociales de su época, hasta afincarse en la Ciudad de México. Le apasionaba la danza, pero académicamente fue más por la literatura y el teatro como estudiante de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Alegre, feliz y espontánea (su padre la acusaba de ser frívola), Elena conoció a un estudiante que le igualaba en ingenio y visión: Octavio Paz. El 24 de mayo de 1937, los jóvenes Elena y Octavio se casaron. Poseedores de un talento inmenso, capaces de perderse en su intercambio intelectual y en su contemplación, eran un dueto de amor perfecto. Analistas de su mundo, traductores de la emoción, percutores de la cultura, tuvieron conflictos inmediatos y diferencias para siempre. También tuvieron una hija: Laura Elena. La hecatombe de su desencuentro amoroso e intelectual daría para que Elena dedicara buena parte de su fuerza a esa negación del otro, nada en Paz.

Los recuerdos del porvenir

En la obra de Elena Garro coexisten el surrealismo, la mordacidad y los albores de un realismo mágico que ella no abrazó como nombre propio, negándose a ser madre o madrina de una corriente que alcanzaría todos los galardones internacionales bajo la firma de otros autores. En sus líneas, el absurdo suele ser atmósfera, como también la colocación de la realidad colérica de quien vive bajo yugo de algún tipo, como en el estupendo cuento Niño perdido, parte del libro Andamos huyendo, Lola (1980).

Quizás es injusto que otros trabajos suyos no sean considerados de la misma manera, pero es verdad que su novela Los recuerdos del porvenir es absolutamente portentosa. De magnífico lenguaje y un entramado que toca la tierra agreste de México con sus revueltas, sus amores, sus muertos y sus pasajes como vestigios de lo que fue, Elena obtuvo el premio Xavier Villaurrutia como la consagración que después le sería negada. Arturo Ripstein hizo la versión fílmica en 1968 (de magros resultados), con Daniela Rosen, Renato Salvatore y Susana Dosamantes en los papeles centrales. Su pieza teatral Felipe Ángeles (1979), cruzó de otra forma los campos de batalla de la tragedia social por los triunfos nunca redimidos de la Revolución Mexicana, donde el heroísmo es imagen y discurso, pero el fusilamiento puede aguardar un oscuro final. Todo fluye en el pensamiento que da la soledad carcelaria y el recuerdo de las batallas, de los fusiles y las promesas.

Los errores siniestros

Elena fue defensora de lo justo y se dijo permanente injuriada, apartada. Pero, ¿qué era lo justo en los tiempos de un mandato como el de Gustavo Díaz Ordaz? ¿Ella se equivocó o era militante o la confundieron o…? Los documentos y los señalamientos son múltiples, serios y vagos, fundados y fantásticos. Las realidades le pesarían siempre: señaló a actores culturales definitivos de la izquierda mexicana como corresponsables de los horrores de la acción militar de 1968, que también justificó. No fue una declaración errónea, fue cavar su tumba o levantar su cerco ante el periodismo crítico, los grupos sociales defensores de los estudiantes y los derechos humanos, la propia sociedad. Peor todavía, se le marcó como espía del régimen. A nadie le dan credencial de infiltrado, así que lo que haya hablado o no con la Secretaría de Gobernación, los militares o el Estado Mayor Presidencial son cosas que no sabremos nunca, pero sin duda parecen desmedidos. Sabemos lo que vino después: la cultura mexicana le dio la espalda.

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▲ Ilustración Manjarrez / @Flores Manjarrez

Elena tomó a su hija y se autoexilió. Pasó por Nueva York, París y Madrid. Dos décadas fuera de México; ni como penitencia ni como olvido, viviendo o, mayormente, sobreviviendo. Aquí nadie pretendía su literatura o su opinión. Su calidad podía no caber en un elogio o una nota crítica, pero la sombra de la ignominia fue grande. Desde cualquier parte se defendía y nunca dejó de escribir. Paz le escribía y eso se condensa en Odi et amo: las cartas a Helena (Siglo XXI, 2021). Ella resguardó la correspondencia que fue recuperada tras su deceso. Cuánto se dijeron y callaron, tiene demasiados matices para una lectura llana, más todavía cuando entre ambas figuras se ha trazado un lamentable cruce de frentes: con Paz o con Garro.

La autora escribió Testimonios sobre Mariana (Siglo XXI, 2021), donde profundiza sobre su relación con el poeta. De acuerdo con la entrevista que le hizo su biógrafa Patricia Rosas Lopátegui (autora de Testimonios sobre Elena Garro: Biografía exclusiva y autorizada de Elena Garro, 2002), Octavio no quería que escribiera. Sin embargo, en la entrevista con el periodista Luis Enrique Ramírez (La Jornada, 3/13/94), la escritora se dice orgullosa del reconocimiento a Paz, de su Premio Nobel, niega haberlo odiado y, contra otras versiones en que él la alejaba de la creación y hasta le pedía incinerar sus borradores, lo presenta como el propulsor de su vocación literaria. Me da horror pensar que un día no esté más en el mundo, expresó como si fuera parte de uno de sus poemas, un espacio menos conocido de su creación.

El corazón en un bote de basura

Como escribió en el amanecer literario de Los recuerdos del porvenir: Quisiera no tener memoria o convertirme en el piadoso polvo para escapar a la condena de mirarme; dudaba de lo recordado con todos sus pasajes y protagonistas. La memoria, los recuerdos, los instantes, lo que se petrifica con el tiempo y es roca de recuerdos, todo eso es recurrente en su narrativa.

Le molestaba que la compararan con Sor Juana o que se hablara de ella como la mejor escritora hispanoamericana del siglo XX. Rechazaba etiquetas en todos los campos, pero la realidad está en sus páginas abiertas. Fue, realmente, una perturbadora, innovadora y brillante escritora. Sus personajes son complejos y pueden ser tan enigmáticos como las realidades de su escenario, lo que puede notarse en cuentos como “¿Qué hora es…?” o en su genial novela corta El corazón en un bote de basura. En el primero, la huésped Lucía Mitre va desprendiéndose de sus joyas durante meses para seguir ocupando un cuarto de hotel, aguardando la llegada de su amante; parece loca, pero guarda su verdad, creando un clima inestable y de gran atractivo para el lector. Por su parte, la novela presenta a Úrsula, cosmopolita, libre, mundana, inteligente y deseosa del amor confusamente coludido, pero inasible de sus tres amantes. Ellos se desviven, ella está sobre todos. La autora fue como esa clase de mujeres: centro, deseo y giro, como hechizo inesperado desde la inteligencia y el humor.

Techada por la eterna primavera de Cuernavaca, la Garro se fue en agosto de 1998, cuatro meses después de Paz. Lejos de sus múltiples controversias y disputas, le sobrevive lo más importante: sus letras. Es lo que esa memoria insomne ordenó como prodigio que es cuento, poesía, novela y teatro. Elena Garro, con esa mirada que seguía buscando desde México o desde París, rodeada por sus gatos, con el cigarro perenne custodiando su vertical, nos seguirá contando desde su mejor voz mientras volvamos a sus libros.