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El profe César
C

ésar Navarro fue un gran conversador. Su memoria era un enorme baúl lleno de anécdotas, que resumían episodios apasionantes de la historia invisible de la lucha de los de abajo. Las desplegaba como un mago que saca un conejo de su chistera. O como si fuera un viejo juglar medieval en pleno espectáculo.

La necesidad de contar le nació en su paso por la Normal Rural General Matías Ramos Santos. Tenía 11 años cuando su mamá, la maestra rural cardenista Carmen Gallegos, le informó que se iba a estudiar al internado. Esa fue su casa durante los siguientes seis años. Allí, en la común tarea de leer las constelaciones en las noches en San Marcos, Zacatecas; en la fraternidad forjada en el común origen compartido con sus compañeros; en las faenas agrícolas colectivas; en la convivencia en aulas y dormitorios; en el despertar a las primeras horas de la madrugada por el mismo toque de diana; en la alegría de las competencias deportivas; en el trompicado aprendi­zaje de la oratoria y en el ejercicio de la disciplina y la democracia escolar ideadas por José Santos Valdés, floreció su palabra a borbotones.

Pero, ese deseo de relatar, le vino también con la vida asociativa y la formación política que recibió de la Federación de Estudiantes Campesinos Socialistas de México (Fecsm). La militancia en sus filas fue una escuela dentro de la escuela, que le ayudó a forjar su identidad como normalista rural y a encontrar la voz para gritarla. Allí aprendió los rudimentos de lo que después desplegaría como dirigente campesino y magisterial: organizar y conducir asambleas y marchas; realizar mítines; levantar el entusiasmo de los asistentes, y recurrir a la historia para legitimar causas y ejemplificar acciones.

Tres recuerdos de aquellos años, epifanías laicas, brotaban en los recorridos por las regiones más remotas del país, que realizó hasta que la pandemia y el peso de sus propios males lo obligaron a suspenderlos. Los tres lo marcaron hasta lo más profundo de sus entrañas, como si vinieran de un fierro quemador que no puede detenerse en la piel.

El primero fue la escucha, en una asamblea de San Marcos, de la segunda Declaración de La Habana, en un disco de 33 revoluciones por minuto, guardado a un tiempo con orgullo y sigilo, por los dirigentes de la federación. Ni él ni sus camaradas entendieron mucho lo que oyeron en ese momento, pero, desde entonces y hasta su último aliento, César llevó a la Revolución cubana en lo más profundo de su corazón. Allí atisbó el horizonte hacia el que decidió dirigir sus pasos.

El segundo, fue el encuentro con Arturo Gamíz, el profesor de la sierra, nacido en Súchil. “Su activismo en el medio estudiantil –escribió César– fue la vía de contacto político con grupos de jóvenes y profesores de las normales rurales y la Fecsm, quienes a través de Arturo se convertirían en aliados y partícipes fundamentales en las acciones organizadas por la Federación de Obreros y Campesinos de Chihuahua, brazo regional de la Unión General de Obreros y Campesinos de México (Ugocm)”.

César y sus compañeros normalistas fueron parte de esos muchachos a los que Arturo se acercó. En esa reunión, el futuro organizador del asalto al Cuartel Madera del 23 de septiembre de 1965 les explicó el trabajo campesino, las caravanas y marchas, y las ocupaciones de tierra-paradas públicas, que realizaba en Durango junto a Álvaro Ríos y pidió su apoyo.

El tercero parece un pasaje de una novela de realismo mágico. En diciembre de 1965, castigado por las autoridades educativas, Lucio Cabañas, otro normalista rural, antiguo dirigente de la Fecsm, fue trasladado al poblado de Tuitán, en el municipio de Nombre de Dios, Durango, para que diera clases allí. A más de 800 kilómetros de Atoyac de Álvarez, junto a Serafín Núñez, el fundador del Partido de los Pobres se involucró en luchas sociales en la comunidad y el estado. Años después, ya alzado en armas y buscado por las fuerzas de seguridad, Lucio regresó al poblado clandestinamente para reunirse con antiguos compañeros y con jóvenes inquietos, y extender su movimiento. En la casa en la que vivió se puso una placa. En uno de esos cruces de caminos que parecen señales del destino, Tuitán fue, también, donde César nació y sitio en que parte de su familia vi­ve. De modo que el profe recuperó todo lo que Lucio realizó en aquellas tierras y lo volvió carne de su carne y material de sus relatos.

A lo largo de 50 años de lucha, el dirigente campesino Álvaro Ríos pasó largas temporadas en la cárcel, fundó decenas de ejidos, impulsó la autogestión campesina y logró la entrega de cerca de un millón de hectáreas. César lo visitó en prisión y, bajo su influencia, se incorporó a las filas de la Ugocm y del ala más consecuente del Partido Popular Socialista (PPS). Dentro de las filas del lombardismo radical, el profe, también médico y maestro en historia, caminó con Álvaro y con Alejandro Gascón Mercado por la senda del agrarismo rojo.

Años después, sus hermanos normalistas de la Asociación Nacional de ex Alumnos Emiliano Zapata, de San Marcos, Zacatecas, lo galardonaron con la presea José Santos Valdés, en reconocimiento a la trayectoria por una vida magisterial ejemplar, caracterizada por la promoción, defensa y fortalecimiento de la escuela pública. Profundamente conmovido, confesó: Es el mayor premio que podían darme en mi vida.

Orgulloso miembro de la fraternidad del normalismo rural, el profe César dejó tras de sí, el pasado 30 de enero, libros de enorme valía para comprender las políticas educativas del neoliberalismo, decenas de estudiantes agradecidos con sus enseñanzas y una trayectoria de congruencia política y ética ejemplar. Sus camaradas de San Marcos le rindieron un homenaje cuando sus cenizas fueron transportadas a su última morada. Este jueves 12 de mayo, el Instituto de Investigaciones Doctor José María Luis Mora realizará una ceremonia en su memoria. En su tumba se plantó un cactus, síntesis de su trayectoria vital.

Twitter: @lhan55