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Abre en el corazón de Milán la exposición Grand Tour: El sueño de Italia, de Venecia a Pompeya
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▲ Viajar dos o tres años a las ciudades italianas era un sueño durante el Renacimiento. En la imagen, Vista de la Sala de Animales del Museo del Vaticano, de Jacques-Henri Sablet, incluido en la muestra que recrea esa etapa.Foto Museo del Vaticano, Ciudad del Vaticano ©Governatorato SCV- Direzione dei Musei.
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Especial para La Jornada
Periódico La Jornada
Jueves 3 de marzo de 2022, p. 5

Milán. Distinto al viaje de peregrinaje del medievo que modeló la identidad europea, en el Renacimiento brotó un tipo de excursión con finalidad formativa, la más numerosa y libre academia itinerante que la civilización occidental haya conocido. Italia era la meta y los viajeros eran jóvenes aristócratas, artistas, escritores, músicos y científicos, que la consideraron una experiencia educativa y profesional indispensable, siendo Roma y Grecia el crisol de la civilización occidental de la que derivaba su propia cultura.

Se le conoce como Grand Tour, término que apareció por primera vez en la también primera guía completa de viaje al país, Voyage of Italy (1670), de Richard Lassels. El fenómeno tuvo su apogeo, en el Siglo de las Luces, beneficiado por un prolongado periodo de paz (1748-1796). Las Guerras Napoleónicas lo interrumpieron y la nueva sociedad burguesa que emergió, practicó un turismo similar al moderno.

La exposición Grand Tour: El sueño de Italia, de Venecia a Pompeyaanaliza el impacto de este fenómeno en el arte. La curaduría es de Fer-nando Mazzocca con Stefano Grandesso y Francesco Leone, en curso hasta el 27 de marzo en las Gallerie d’Italia, en el corazón de Milán.

Destinos imprescindibles

Los ingleses fueron los viajeros más asiduos del Grand Tour, pero llegaban visitantes de toda Europa, rusos y estadunidenses. El viaje duraba entre dos y tres años y se hacía a través de los Alpes desde Francia. Florencia era la primera etapa, seguida por Roma, Nápoles y Venecia; sólo los más valientes descendían a Sicilia. En el camino se exploraban muchas otras ciudades.

Roma era la meta soberana del Grand Tour, el motivo mismo del viaje, siendo la antigüedad clásica el sumo interés de los viajeros pero no el único. Eventos importantes enriquecieron la experiencia a partir de la accesibilidad a las grandes colecciones papales, empezando por la apertura de los Museos Capitolinos (1734) y del Museo Pio-Clementino (1771), que resguardaba piezas icónicas del arte romano como el Apolo del Belvedere y el Laocoonte. Central para incrementar la fascinación por la antigüedad fueron los descubrimientos de Herculano (1738), Pompeya (1748) y Paestum (1762), a lo que siguieron diversas excavaciones y nuevos descubrimientos. En el ámbito de los estudios la obra cumbre de Winckelmann, Historia del arte en la antigüedad (1764), dio origen a la ciencia arqueológica que cambió la manera de concebir el arte antiguo.

En Florencia, la colección de los Medici se abrió al público (1769). Una obra símbolo del Grand Tour (no presente en la exposición) fue La tribuna de los Uffizi (1772-1777), pintura del alemán Johann Zoffany que captura una escena memorable de los visitantes ingleses dialogando frente a las pinturas más importantes colgadas en la célebre sala octagonal, incluyendo estatuas como la Venus, de época helenística. De Venecia, en cambio, se amaron sus palacios y fiestas que inmortalizaron los vedutisti como Gaspar Van Wittel, Canaletto y Bernardo Bellotto, entre muchos más.

De Nápoles, uno de los recuerdos que más impresionaron a los viajeros, además de la ciudad barroca y los restos antiguos como la tumba de Virgilio, fueron las erupciones del Vesubio, abundantes en esos años y que los ilustres viajeros conmovidos por el espectáculo natural plasmaron en literatura, entre otros, Chateaubriand, Goethe, Madame de Staël y Charles Dickens. El austriaco Michael Wutky y el francés Pierre-Jaques Volaire fueron los artistas más cotizados en la representación del volcán, convertido en un ícono del paisaje italiano.

Otras obras enfatizaban lo más exótico de la naturaleza mediterránea, incluyendo cascadas, vistas urbanas y de las ruinas, de las que nacieron los caprichos; un nuevo género pictórico que juntaba monumentos distintos con estatuas para crear asombro, y fue Francesco Panini el gran maestro. Fue así que se fue construyendo la imagen idealizada del país que sigue influenciándonos hasta hoy, a partir de que, salvo raras excepciones, todos los mayores paisajistas europeos en ese tiempo residieron en Italia.

El paisaje y el retrato fueron la pintura por excelencia del Grand Tour. Considerados géneros menores, adquirieron reconocimiento gracias a que evolucionaron hacia una narración más compleja. Pompeo Batoni fue el artista de moda, amado por los viajeros ingleses, donde los retratados –vestidos con gran elegancia– se muestran junto a sus ruinas favoritas y objetos que determinen sus gustos. Eran obras que se llevaban como recuerdo del viaje para mostrar a amigos y familiares al regresar a casa.

Los demanda de souvenirs desarrolló una producción de lujo. Los talleres más famosos fueron el de Luigi Valadier o el de porcelana de Doccia producida en Sesto Fiorentino. En los diversos talleres se replicaban las piezas antiguas más emblemáticas en forma de pequeñas esculturas de mármol, bronce, así como candelabros, muebles, vajillas. Admirable la mesa presente de minúsculos mosaicos que muestra los monumentos de Roma.

Italia había perdido su centralidad artística en el siglo XVIII, pero la vitalidad del momento favoreció las artes y exportó modelos estéticos que sirvieron como difusores del gusto neoclásico, que llevarían los viajeros a sus países de origen.